tribuna

Canarios inmortales

En su lecho de muerte, José de Viera y Clavijo tuvo tiempo en Canarias, ya de regreso de un periplo vital que le llevó de la pobreza a viajar por Europa y admirar a su héroe Voltaire, de despedirse con el consuelo de la obra bien hecha. Era un adelantado en las Islas y en España de los ideales de la Ilustración, un canario en la proa de su tiempo.

Para un día como este resalta a la vista de todos en calidad de exponente de eso que podemos llamar de muchas maneras, pero que no se resiste al latiguillo de canariedad. Una vida y una visión volcadas en ese epicentro, partiendo de la conciencia de que estamos hablando de un talento inusual, en la humilde figura de aquel arcediano en el que había una polisemia de sabiduría, un erudito desdoblado entre la ciencia, la historia y la literatura. El polígrafo en estado puro que no se creyó lo bastante inteligente nunca y dominaba distintos idiomas, adoraba el francés y era traductor por instinto y vocación.

Este artículo no va solo de Viera y Clavijo. Pero sí va de Viera y Clavijo. Acaso porque estamos en una continua herencia acumulada de saberes cuyo origen es la poliédrica mirada de Viera al terruño. Cuando el realejero volvió a su archipiélago hipnótico como un extranjero de Madrid y París, fue un fan de las Islas y buscó en las piedras y las plantas los entresijos del alma interinsular. De ahí partió ese hilo cultural que aún nos guía en el laberinto.

A otros ilustres paisanos les tocó dar el do de pecho en facetas y contextos que no les fueron siempre propicios. Es el caso de Mercedes Pinto, la polifacética escritora tinerfeña que cautivó a Buñuel para el cine y madrugó en las ideas feministas. Galdós sorteó los obstáculos que se contraponían las dos Españas, a menudo simples rencillas triviales y fanáticas, y quedó apeado del Nobel de Literatura por liberal y anticlerical. Otro tanto le sucedió al tinerfeño Guimerá en su Barcelona adoptiva. Las afinidades catalanistas (que no independentistas) de don Ángel fueron suficiente motivo para organizar una campaña de telegramas ante la Academia sueca en su contra y arruinarle también el Nobel. Dos canarios sin Nobel, qué más da. En la España cavernaria, es una raya más para un tigre. En Canarias, ha supuesto quedarnos sin el cetro de las letras, que hoy, Día de la comunidad, nos habría endulzado el paladar del orgullo de la patria chica. La historia se escribe con filias y fobias. Maldita sea.

He leído y releído muchas veces los últimos días de Nicolás Estévanez en París. Las visitas de sus más íntimos colaboradores y amigos cuando ya no podía moverse, apenas tenía fuerzas para ir de la cama al sillón, y ya por último, postrado en el lecho, cómo dictaba sus últimas voluntades. Estévanez tuvo la vida de un canario irredento, como hubo otros en la historia; fue el revolucionario que han llevado dentro muchos isleños. Saboreó apenas unos días la condición de ministro de la Guerra en la Primera República y arrastró con la leyenda y el mito toda su vida. Se le atribuye haber transportado la bomba del atentado que casi mata a Alfonso XIII y otras arrancadas. En la acera del Louvre de La Habana, vi con mis ojos la placa que recuerda al militar paisano que rompió la espada en contra del fusilamiento de unos jóvenes estudiantes cubanos por el régimen colonial español. Era poeta (“La patria es una peña,/ la patria es una roca…”, versos germinales del nacionalismo del siglo pasado) y llevaba el almendro de su hogar por enseña. Ni la casa de Viera, ni la de Estévanez, ni la de Guimerá están a salvo de la desmemoria, huérfanas de su condición museística, por desgracia.

Cuando retornaba Viera y Clavijo, padre de la historia canónica de Canarias en cuatro tomos, emprendía su aventura científica por tierras de España y Europa otro peso pesado de la inteligencia natural de este territorio imantado de islas. Agustín de Betancourt no pasó 16 años en Rusia y se radicó, finalmente, en San Petersburgo por pura afición viajera; era consecuencia del estigma de tantos canarios que fueron dando tumbos a impulsos de un destino incordiante hasta refugiarse a la sombra del árbol que mejor los acogió. La biografía de este gigante es otra de esas válvulas que abastece nuestra identidad o temperamento.

Reconozco el inciso sentimental que supuso en las calles de Moscú, cerca de la Plaza Roja, oír elogios al célebre Picadero construido por el canario (una proeza de edificio para los ejercicios ecuestres, cuyo nombre se presta a equívoco en nuestra jerga).

Así como don Agustín, nuestro ingeniero favorito, que tendió puentes allá donde pudo, dejó en Rusia (hasta su retiro, ya relegado de cargos por desencuentros con el zar Alejandro I) la huella expedicionaria de un isleño desinquieto, el canario voló como su paisano el pájaro de un extremo a otro del planeta siempre que pudo. Algunos para hacer historia saltaron de la ciencia a la política, como Juan Negrín, o causaron sensación en toda España y en todas partes por donde pasaron, como Blas Cabrera, el anfitrión de Einstein en Madrid; o, sin necesidad de mudarse, cantaron los adentros del terruño, como García Cabrera, y de puertas afuera, afín al Atlántico, como Tomás Morales, al que el poeta cubano Nicolás Guillén admiraba con familiaridad desde La Habana como si lo conociera de toda la vida, según confesión a Martín Rivero, que lo entrevistó en la UNEAC en los años 70.

Toda esa pléyade de canarios, ya desaparecidos, que han ido transitando hasta nosotros (recuerdo al naturalista Telesforo Bravo a las faldas del Teide, al químico Antonio González contándonos el principio de su apostolado desde un despachito mísero hasta el Premio Príncipe de Asturias o a la inolvidable María Rosa Alonso, que dejó obras imborrables) siguen presentes en nuestro inconsciente colectivo insular. Estos días tienen esa cosa, que convocan a los grandes personajes de la historia y, en efecto, vuelven a nuestra memoria puntualmente.

César Manrique tenía la impronta de Viera y de don Telesforo cuando paseaba descalzo entre rocas, admiraba las montañas o se detenía a contemplar una hoja caída que le llamaba la atención visualmente, porque todo contenía belleza en los ojos de aquel lanzaroteño que trataba la isla como un jardín. La isla impresionó a Dulce María Loynaz (Un verano en Tenerife), que era cubana y parecía canaria.

En París, se consumó la obra y tragedia de Óscar Domínguez, en las Navidades del 57, vida y muerte que fueron llevadas al cine cincuenta años después (Óscar. Una pasión surrealista, de Lucas Fernández). Aún nos estremece esa historia del célebre pintor tinerfeño y el tiempo transcurre a su favor, porque su figura se ha ido cotizando cada vez más a medida que se superaba la simple visión confianzuda que aplaza la valoración de los artistas hasta que la muerte los resucita haciendo justicia. Ahora mismo, Juan Manuel de Prada (Mil ojos esconde la noche. La ciudad sin luz) lo trae a colación en el cardumen de recuerdos de las aguas parisinas de la primera mitad del siglo XX, cuando una multitud de españoles de primer orden se exiliaron tras la Guerra Civil.

Con el pretexto de los años y los días, hacer un baremo de canarios inmortales de esta estirpe nos reconforta. Somos el pueblo que ha parido estos genios. Ahí están. No son todos los que están, ni están todos los que son. Un censo interminable. Pero falta decir algo más. Cada uno de estos y los demás merecerían, amén del Día de Canarias, tener su propio día.

Tener un día de Galdós. El día de Ángel Guimerá. El día de César Manrique. El día de Nicolás Estévanez. El día de Óscar Domínguez. El Día de Los Sabandeños… Ya que, al menos, don José de Viera y Clavijo tiene el Día de las Letras Canarias. Que no pase un día sin recordarlos a todos.

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