tribuna

Cuarteto

LAS MONJAS HEREJES, que popularizan su caso en Instagram, tras apartarse de la Iglesia y pedir la tutela del obispo Franco (por franquista y por llamarse de ese modo), un religioso excomulgado que lidera una secta, han irrumpido esta semana como un iceberg en las aguas vaticanas. La historia pondría los dientes largos al inefable Gay Talese, que indagaría en el extraño cisma de estas monjas reposteras sublevadas detrás de las paredes de un convento.
Las 16 clarisas de Belorado, devotas del falso obispo proscrito por la Santa Sede, ya eran célebres por las trufas, rocas de chocolate y bombones de su obrador, que solían triunfar en Madrid Fusión. El lunes, la abadesa descubrió el pastel con una carta digital de 70 páginas, que dejó a Sánchez como un monterroso en su breve epístola.

Un cura con cara siniestra posa al fondo de la foto que las monjas han colgado en las redes sociales durante su encierro de protesta al sentirse perseguidas por el papa, todo acorde con la autoficción de una apostasía tan rocambolesca, que nos remite a Charlie y la fábrica de chocolate como una de las rarezas de la novela de Roald Dahl.

Pero el broche de oro de esta conjura lo pone la compra de un monasterio en Vizcaya. Las monjas de Burgos habrían urdido una operación inmobiliaria para convertirse en dueñas del convento. Y con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho. Roma no transige en tocando a su patrimonio con ninguna clase de complots. A Francisco no le tiembla el pulso: hace pocos meses defenestró a un cardenal, acusado de malversar fondos de obras de caridad en un edificio para apartamentos de lujo en Londres, lo que le valió una condena de cinco años y medio de prisión.

Estas monjas sonrientes -son las únicas sonrisas efusivas de una actualidad siniestra- no juegan a las travesuras del padre Apeles. Su caso pone a prueba el sentido de la autoridad (o del humor) del papa, que puede cortar por lo sano o hacer con todo esto una chocolatada y pasar página.

EL DILUVIO DE BRASIL. La Biblia nos avisaba en el Génesis del desastre si se abrían los cielos a causa de la maldad terrenal. En Tenerife, en Santa Cruz, supimos un 31 de marzo de hace más de 20 años, Domingo de Resurrección, de una riada que anegó la ciudad como si fuera Venecia. Desde entonces, no han faltado diluvios apocalípticos para tomar en serio aquella alegoría. Pero hay mucho descreído del colapso medioambiental. Y en la última COP, en Dubái, el presidente del cónclave climático de la ONU -con intereses petroleros- negó la necesidad de limitar los combustibles fósiles.

Pese a todo, nadie acepta la distopía de imaginar un modelo de vida de Marte en la Tierra para cuando sea imposible habitar la superficie del planeta. Algo inventaremos, posponen los más escépticos. Llegado el caso, le preguntarán a Elon Musk, que perfora el subsuelo de Los Ángeles para hacer túneles por los atascos de tráfico, o a los palestinos de Hamás en Gaza, que han creado un sistema de galerías subterráneas.

En Brasil, las inundaciones de estos días han sido tan violentas que edificios enteros han quedado aislados sin comida y los muertos flotan boca abajo en las aguas negras de la ciénaga.

MAGNICIDIOS. Seguimos en aguas. Y en ascuas. Proa al marisco. Los atentados políticos no son cosa de ahora. Cada época tiene su JFK, su Dallas, su magnicidio dantesco. Su Martin Luther King. Su Gandhi. Su Olof Palme, aquel socialdemócrata sueco que no solía llevar escolta, y fue asesinado en la calle cuando regresaba a pie del cine con su esposa.

Las bombas carta a Sánchez, obra de un jubilado español, ya fueron un claro síntoma. “Yo solo quería hacer una bengala para mi dron, pero es que te metes en internet y te sale todo, incluso cómo fabricar la bomba atómica”, dijo el jueves en el juicio, pero la Fiscalía no tragó.
Cuando el miércoles un hombre de 71 años (poeta y prorruso) tiroteó al primer ministro eslovaco, el conservador Robert Fico, a las puertas de las elecciones del 9J, en Europa han dado un respingo todos los líderes políticos. Y nos vemos como en Ecuador, en agosto, con el candidato presidencial Fernando Villavicencio abatido por sicarios tras un mitin en Quito. O como en Madrid, en noviembre, con Alejo Vidal-Quadras girando la cabeza al oír la voz que le decía, “¡hola, señor!” y una bala le destrozaba el maxilar. O, como hace dos años, en Chautauqua, al oeste del Estado de Nueva York, siendo Salman Rushdie apuñalado por un musulmán en una conferencia, tras la fatua de Jomeini al publicar sus versos satánicos. Estos meses, varios dirigentes de izquierda habían sido agredidos por ultraderechistas europeos. Zelenski ya acumula unos cuantos atentados fallidos que llevan la firma de Moscú.

Fico -aún grave tras ser operado-, el Trump eslovaco, admira a Putin y al húngaro Víktor Orbán. Expopulista de izquierda devenido ultra, regresaba al poder, tras dimitir hace unos años, bajo un escándalo de corrupción y una trama criminal que costó la vida a un periodista y su pareja. La prosa de Europa, tras la pandemia, usa el lenguaje de la guerra, que se cuela en el subconsciente de la política. De España a Eslovaquia, el continente arde odio por los cuatro costados. Y el 9 de junio, Europa se juega ella misma la vida en las urnas. En un clima de furia social.

BLINKEN COGE LA GUITARRA. El jefe de la diplomacia estadounidense visitaba el martes Ucrania y se subió al escenario de un bar en un sótano de Kiev, cogió la guitarra, tocó y cantó un himno rockero de Neil Young de cuando la caída del muro de Berlín, y despertó a las musas, replegadas porque no son tiempos de paz.

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