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El americano malcriado

Yo, por error, aparqué mi coche, con el pastor alemán, Capone, dentro, en una rampa libre de las inmediaciones del muelle. Fueron, nada, cinco minutos, mientras hablaba con un amigo. De repente, las rampas se rodaron, movidas por un endiablado mecanismo automático, trasladaron el coche y al perro a un barco surto el puerto y a mí me cogió una grúa, como si se tratara de un paquete, y me situó en lo alto de una tonga de contenedores. Una auténtica torre. Intenté gritar, pero la voz no salía de mi garganta, me quedé absolutamente mudo. A todas estas, no había nadie a mi alrededor, sólo máquinas. Tras momentos de vértigo y zozobra, más por el perro y el coche que por mí, apareció por allí, manejando un aparato de carga, un tipo que parecía extranjero. Le grité, se acercó con su máquina pero no me contestó. Más tarde, otro operario me recogió con una de esas grúas extensibles que usan las compañías que mantienen las farolas de la ciudad. Y me depositó ante un americano malcriado, un tipo con bigote, prisas, chaqueta y corbata, que chapurreaba el español. Con voz de mafioso, me dijo: “El coche y el perro son muy bonitos, pero el barco ya se encuentra rumbo a Singapur. Y usted tendrá que pagarlo todo”. Me entró tal angustia que, tras despertar del sueño de la siesta, empecé a buscar a Mini por todos lados y resulta que dormía plácidamente a mi lado. El pastor alemán, Capone, hace años que murió; mientras que yo, caminando por la casa como un zombi, seguía soñando. Fue muy desagradable y lo achaco a un exceso de alegría por lo que volvió a hacer el Real Madrid el miércoles y al exceso de Trankimazin que consumí para soportar la tensión. Todo pasa factura. Pero me cago en el puto americano, al que no volví a ver.

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