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¡Qué escándalo!

“¡Qué escándalo!”, leo en un diario local -que no es este- “un hombre ha sido sorprendido orinando en Las Cañadas”. ¿Y qué querían? En todo el parque nacional, si el centro de visitantes está cerrado y te encuentras lejos del parador nacional de turismo, no hay un puto sitio donde mear como Dios manda. Y ya no digo donde plantar un pino, aunque el eufemismo le venga bien al parque natural. Miren, yo me considero culpable de haber echado una soberana cagada en el parque. Subía yo, de noche, con unos periodistas hispanos de Nueva York, no porque se me hubiera perdido nada allá arriba sino porque ellos se empeñaron en ver una lluvia de estrellas, cuando me sobrevino el apretón, anunciado previamente por un par de sonoros truenos de Catatumbo que retumbaron en las paredes de la guagüita. Pedí perdón, mandé al chófer parar y depuse junto a una airosa retama, que puso cara de agradecer el abono, en medio de aquella noche cerrada. Los restos quedaron allí, tras mi alivio de estrellas, porque en todo el parque no había un solo retrete al que acudir ante mi nocturna necesidad. ¿Qué querían, que reventara? ¿O que defecara en el parque natural de los periodistas neoyorquinos, que era la furgoneta? El hombre que orinaba en Las Cañadas lo hizo porque estaba reventando y no sabía dónde ir. ¿Qué pasa, que hay que viajar por allí con una bolsa de mareo? ¿Es noticia la meada de un necesitado? ¿Tiene que salir en los periódicos su acción natural y no la ausencia de cabildicios retretes en aquel lugar? Somos muy raros aquí cuando nos embarga el ecologismo rampante y el amor por la capa de ozono. Si a mí me entra un apretón y no hay infraestructura ad hoc, yo violo la ley y mi acción la defiendo ante cualquier juzgado. Señorías.

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