tribuna

Elecciones francesas y límites a los “cordones sanitarios” en la UE

La segunda vuelta de las legislativas francesas, el pasado domingo 7 de julio, sorpresivamente convocadas por el presidente Macron, tuvieron lugar ante el aliento contenido de cientos de millones de europeos/as en los restantes 26 Estados miembros EEMM de la UE.

Es cierto que al menos ocho de sus gobiernos nacionales han “normalizado” ya a la ultraderecha incorporándolos o disfrutando de su apoyo parlamentario, pero también que la perspectiva de que a dos de los fundadores del proyecto primigenio (Italia y Países Bajos) pudiese sumarse Francia —por no hablar de que AfD haya superado a SPD en votos y escaños en las europeas en Alemania— había hecho saltar todas las alarmas.

Preguntado al día siguiente en una entrevista radiofónica acerca del “respiro de alivio” con el titulaban todos los diarios nacionales, confirmé, sin dudarlo, esa apreciación positiva de un resultado inesperado —Frente Popular, macronistas y lepenistas, por ese orden, sin mayorías absolutas—, solamente explicable por la alta participación y la hipermovilización de republicanos y progresistas contra el anunciado empuje de una extrema derecha “blanqueada” y “aseada” por el olor fresco a lavanda del candidato a Primer Ministro de Rassamblement National, el insultantemente inexperto Jordan Bardella (28 años).

Por supuesto que es motivo de solaz e incluso de celebración que, una vez más, un frente alternativo haya conseguido “frenar a la extrema derecha”: “los bárbaros han vuelto a quedarse a las puertas de la ciudadela”, sin conseguir expugnarla. No obstante, es también innegable que esos “bárbaros” son cada vez más numerosos y están cada vez más cerca de franquear esas puertas, siendo cuestión de tiempo que lo consigan de tanto intentarlo.

De ahí que el domingo de infarto de esta segunda vuelta tenga, sí, una lectura alentadora que ensancha, por cierto, el perímetro del rebote progresista delineado el jueves 4 de julio por el triunfo laborista en UK. Pero habrá que añadir de inmediato que esa lectura no podrá ser completa ni útil si no se atienden, seriamente, las causas profundas de ese síndrome de malestar, rabia, resentimiento y vulnerabilidad ante los cambios acelerados por la globalización por el que crecientes segmentos del electorado plural de nuestras sociedades abiertas deciden votar —a menudo contra sus propios intereses— por formaciones de ultraderecha, reaccionarias, nacionalismos eurófobos y fórmulas populistas.

Se trata, ya lo sabemos, de un voto más reactivo que propositivo; más negativo y de rechazo por todo que afirmativo y de apoyo a nada en particular.

Pero son votos, cientos de miles o millones de ellos, por partidos ultraderechistas que están reconfigurando los paisajes parlamentarios de los EEMM y de la UE desde hace años en un sentido que se muestra alarmante y peligroso para la convivencia, toda vez que erosionan las bases de la convivencia con su lenguaje ofensivo, su desprecio por las formas y su carencia de frenos y límites obedientes al más elemental respeto a los derechos ajenos y a las instituciones.

Exactamente por ello no basta con apelar a ese “cordón sanitario” (BrandMauer), cada vez más puenteado por la desacomplejada querencia de la familia del PP y conservadores mainstream a establecer coaliciones con fuerzas de ultraderecha: hay que trabajar con luz larga por ofrecer certidumbres a quienes, de otro modo, se deslizarán por la pendiente del miedo hacia el rechazo y odio de los chivos expiatorios señalados por los populistas en su conspiranoico delirio (“ecologistas”, “fanáticos del cambio climático”, “feminazis”, “activistas de la ideología gay”, “globalistas”, “élites y burócratas de la monstruosa UE” y demás “chusma”…).

Inclusión, cohesión, pilar social, educación, cobertura sanitaria, salarios dignos, empleos estables, vivienda accesible, conciliación, extensos servicios sociales y alfabetización digital contra la desinformación, son parte del recetario de antídotos contra la pujante ascendencia electoral de la ultraderecha.

Las democracias avanzadas no pueden permitirse el lujo de despachar con oídos sordos la ira y el sentimiento de desposesión que arroja a muchos/as trabajadores/as y empobrecidas clases medias a la tentación populista, nacionalista y reaccionaria. Cada vez son más. Si, como se anuncia, “es sólo cuestión de tiempo que entren en la ciudadela”… ¿De cuánto tiempo se trata, de cuánto más tiempo disponemos?

El Parlamento Europeo (PE) surgido de las elecciones del pasado 9J está siendo reseteado en estas primeras semanas de julio de 2024. De nuevo, el pluralismo de la ciudadanía europea se refleja en 8 Grupos, en una de esas aritméticas en que el orden de los factores sí altera el producto: un PPE recrecido es, otra vez, primera fuerza (dura ya 30 años); un S&D adelgazado mantiene la segunda fuerza. Pero dos formaciones de neta extrema derecha (los Patriots de Orbán, terceros, y ECR de Meloni, cuartos) desplazan respectivamente a Liberales y Verdes a quinta y sexta posición, ocupando Izquierda/Linke la séptima y los No adscritos la octava.

Ergo erit demonstrandum: el paisaje así descrito confirma las limitaciones de los “cordones sanitarios” ensayados hasta ahora. Por mucho que nos consolemos pensando que los “bárbaros se han quedado a las puertas” aunque persista aún una mayoría proeuropea en el PE, lo cierto e innegable es que continúan creciendo en número, incluso multiplicándose, las fuerzas antieuropeas, nacionalistas y eurófobas, siendo cada vez más arduo conglomerar alianzas (el Front Populaire francés) capaces de frustrar su empuje y contenerlas ofreciendo alguna opción a la gobernanza europea y europeísta de la UE.

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