Un abogado amigo me dice que los juzgados están hechos un desastre. Y un justiciable, también amigo, me asegura -yo hace tiempo que no visito esos lugares y espero no hacerlo nunca más- que las caras de los funcionarios en general parecen de evidente mala leche y que el trato hacia los que tienen que aparecer por allí por obligación -porque voluntariamente no va nadie- tampoco es bueno. No digo que no haya excepciones; seguramente las hay. Añaden mis informantes que hay secretarios judiciales, que ahora se llaman letrados de la Administración de Justicia, que se pasean por aquellos cuartuchos como si fueran pavos reales y que, cuando te diriges a algún empleado, no te mira a la cara, sino que te responde mirando para el papel que tiene delante. No se dan cuenta los funcionarios de que es el que está allí de pie quien paga su sueldo cada mes, con sus impuestos. A nadie le interesa arreglar la Administración de Justicia. Los llamados eufemísticamente “palacios” de justicia quedan viejos antes de terminarse las obras, no son funcionales sus instalaciones, ni prácticas, ni hay salas de espera adecuadas y dignas para los que son citados y, si la misión es amedrentar al ciudadano, lo consiguen. Claro, es bueno decir también que el ciudadano no es un dechado de virtudes, porque ni respeta el mobiliario de todos, ni tiene cuidado con lo que no es suyo, por regla general. A nadie le interesa solucionar la Administración de Justicia. Para muchos es bueno que funcione mal, así que yo tampoco la voy a arreglar ahora con una crónica de mierda, denunciando sus carencias. Que le den. Y que cada palo aguante su vela, como yo he aguantado la mía durante toda mi vida. Y así sucesivamente.