Mi abuelo Pedro, por fuera de la iglesia de la Peña, al terminar la misa de 11, que era la más elegante, saludaba a los parroquianos que se acercaban a él y luego me preguntaba a mí, que era un adolescente, a grito pelado: “¿Y quién es ese que acabo de saludar?”. Yo, que en ese tiempo no tenía ni la mitad de caradura de la que luzco hoy, me aterraba. Y le decía: “Abuelo, baja la voz, que lo acabas de saludar como si lo conocieras de toda la vida”. Ni puto caso, porque los viejos pierden la vergüenza y les importa todo tres pepinos. Ahora yo estoy en la tesitura de mi abuelo y no me importa en absoluto saludar a la gente que no conozco y preguntar a mis hijas o a mi sobrino, si me acompañan: “¿Y quién es esa señora que me saludó?”. Lo hago en voz alta porque ya no modulo como antes y se me distrae el oído de vez en vez, aunque en otras ocasiones estoy como recién salido de la consulta de Sixtito Escobar. En misa no, porque yo hace años que no voy a misa -excepción hecha de algún duelo o alguna boda-, pero las tertulias urbanas son deliciosas, como aquellas en la puerta de la iglesia de la Peña, en cuyas conversaciones uno se enteraba de todo. Nosotros teníamos reclinatorios reservados en la iglesia, que costeábamos de nuestro peculio familiar, como una reminiscencia de viejos privilegios. También comprábamos la bula papal para poder comer carne todos los viernes del año, menos los de Cuaresma. Tremenda pollabobada. Valía dos perras y comprabas así el pecado mortal. La Iglesia Católica usaba esos trucos, con el sano propósito de sacarle el dinero a los fieles. Como el Estado. Y a cada rato me vienen a la memoria estos aconteceres.