Se acabaron las olimpiadas. Por fin, entraremos en ese espacio tedioso e insulso del verano en la televisión. Hasta la cervecita de cada día en el chiringuito se convierte en una rutina aburrida. Llega un momento en que el trabajo pasa a ser una necesidad y no sabemos qué hacer si no ponemos el despertador cada mañana. Yo me cito con la lectura y con lo que escribo a mis 82 años y, cuando no lo puedo hacer, siento que me falta algo. No sé para quién escribo. El metaverso tiene la habilidad de seleccionar a personas con un perfil parecido al mío. También limita el número de mis amigos, así que con Facebook no podré llegar demasiado lejos. Los diarios que me publican tampoco tienen mucho alcance, pero los artículos quedan registrados en Google por si alguien se los encuentra navegando por el incierto océano digital. Vivo en este engaño, como el rey de La vida es sueño, disponiendo y gobernando. Dice Calderón que el aplauso que recibe prestado en el viento escribe y en cenizas lo convierte la muerte, desdicha fuerte. Pero la vida sigue y, mientras lo haga, debemos estar optimistas, pensando en un futuro mejor. Mary me dice que soy un privilegiado porque conservo la claridad de ideas en mi cabeza. No estoy seguro. Todo en la vida es apariencia y engaño y nos disfrazamos con lo poco que tenemos para que nos quieran. En el fondo, nos mueve la coquetería. Hay días que me gusta más que otros el mundo en el que vivo. Por ejemplo, estos actos de las olimpiadas son indicadores de que hay una realidad que nos emociona y nos hace olvidar la brutalidad y la estupidez de lo que nos rodea. Para mí, no es una sorpresa. Este espectáculo de París ha sido lo que me esperaba. Francia nunca decepciona. Sus escritores me han acompañado durante muchos años y no me duelen prendas reconocer que mi admiración se ha rendido ante ellos. Creo que el mundo es lo que escriben sobre él, a pesar de que nos domine un ambiente de mediocridad vulgar. Lo malo es cuando esa mediocridad es capaz de enamorar a las masas y conducirlas por los territorios del absurdo. París 2024 ha sido un derroche de talento y un espectáculo de entrega y solidaridad. Un ejemplo de que el mundo es posible sin que lo gobiernen los “buenos”. La bandera se ha marchado a Los Ángeles, un lugar donde también reluce la creatividad y, por tanto, frente a lo que digan los progres sin frontera, se puede mantener la esperanza de avanzar en un proyecto de conjunción donde todos seamos iguales independientemente de lo que pensemos y en lo que creamos. El mundo clausuró unos juegos en donde los representantes de distintos países, de distintas razas y distintas culturas, salen corriendo hacia una meta en igualdad de condiciones, en busca de una gloria en forma de medalla, sin matarse, sin insultarse, sin hacerse trampas. Esto es lo que vi. Ahora me pondré a leer un poco a Houellebecq, que, según algunos, se muestra un tanto irreverente. Una irreverencia aparente que le sirve para retratar la estupidez de lo que le rodea. En ocasiones, esos contrastes son recomendables para expresar la realidad.