No hay que viajar a Afganistán para toparse con mujeres ocultas de los pies a la cabeza. No hay que pasear por Kabul o Kandahar para atestiguar la represión que sufren las mujeres. No hay que volar a Arabia Saudí, Irán, Libia o Sudán para indignarse ante el sufrimiento de seres humanos de sexo femenino condenados a cubrirse el rostro y el cuerpo. Basta, simplemente, con acercarse a Londres, a la city de la rebeldía, de la contracultura, del activismo y de las sufragistas (“Hechos y no palabras”), para darse de bruces con la fanática intransigencia del fundamentalismo.
Indigna que una de las ciudades cuna de la civilización occidental esté colonizada por el salvajismo. Pero la influyente capital financiera no está dispuesta a enojar a Arabia Saudí, la primera potencia económica de Oriente Medio. Por eso mira hacia otro lado. Se trata de que las arcas de su graciosa no se resientan y Harrods continúe facturando Louis Vuitton, Gucci y Chanel. La ley islámica que impone el niqab (túnica negra que solo deja al descubierto ojos y manos) no es tan fiera como la pintan. Peor sería soportar el burka, la rejilla que separa el Mundo.
Malditos negocios. Maldito petróleo. Malditos sectarismos. Pobre sexo débil (tal cual) entre machirulos peripuestos de té a las cinco y Premier League.
Mientras, Naciones Unidas, Unión Europea, oenegés, opinantes… cumplen de cara a la galería. Toca reprobar a las autoridades afganas tras el reciente edicto que endurece la opresión contra ellas: vedar que sus voces se oigan fuera del ámbito privado, cruzar la mirada con hombres que no sean de la familia o salir de casa sin un acompañante masculino. ¿Quién no pondría el grito en el cielo? ¡Bah! Vana indignación. Nada cambia. El Tribunal Penal Internacional sigue sin considerar un crimen de lesa humanidad el apartheid de género.
En sintonía con lo que acontece en múltiples campus del Orbe, la Universidad de Londres no es ajena a las concentraciones que reprueban la guerra en Gaza. De igual forma, el apoyo a Ucrania también se manifiesta en una manifestación próxima a Birkbeck College. Indignación, democracia, clamor, rebeldía… Saludables estremecimientos sociales garantes del libre albedrío, del derecho a disentir. ¿Y la intolerancia que campa a sus anchas en Hyde Park, Picadilly Circus, Notting Hill o el Museo de Historia Natural? ¿Precisa disculpa? Triste Big Ben. ¿Dónde está el feminismo?
En el Reino Unido no existe legislación sobre el uso del velo islámico (tampoco en la beligerante España de Unidas Podemos). Y no parece que la acometa pese al vocifero de personajes de postín. El exprimer ministro Boris Johnson calificó en su día a quienes llevan esta prenda infame de “buzón de correos” y “ladronas de bancos”. Y no. Las víctimas no merecen escarnio. Sí, en cambio, sus guardianes y el Parlamento británico que ampara al doliente código de vestimenta.
Por el momento, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha prohibido el empleo del paño machista (burka, niqab, hijab, chador, shayla, al-almira y khimar) al personal de las administraciones públicas. La norma, que no afecta a la UK posbrexit, aboga por entornos de trabajo neutros: se veta cualquier forma de proselitismo y la utilización de signos ostensibles que puedan revelar convicciones ideológicas o religiosas. La sentencia argumenta que la medida no es discriminatoria pues se aplica de forma general e indiferenciada. Es un paso, aunque persista la pusilanimidad extramuros. Francia, por su parte, en consonancia con el lema de la República (“Libertad, igualdad, fraternidad”) no se arredra: impide la ocultación del semblante en escuelas y espacio público.
Dolor, sombra, certeza. La dignidad de la mujer frente al sometimiento está por encima de cualquier consideración humana. Y divina.