Se cumplió ayer 23 años del atentado de las Torres Gemelas. Murió mucha gente y el mundo se estremeció ante la inseguridad. El mundo siempre ha sido inseguro, esto no lo podemos evitar. Todavía hay gente que dice que todo fue un montaje. Ha pasado mucho tiempo. Frederic Beigbeder escribió una novela con los protagonistas pasando los últimos minutos de sus vidas atrapados en los edificios. No es imaginable ese drama, pero la literatura sirve para todo, incluso para relatar la angustia de una situación límite. Desde fuera se ve con ojos diferentes. Los libros están llenos de terroristas que han sido fabricados por el afán colonialista de occidente, desde el capitán Nemo, hundiendo barcos con pasajeros inocentes, hasta Sandokán, el tigre de Malasia, de Emilio Salgari. El mundo partido en dos, atacando y defendiéndose cada uno de la mejor manera que sabe. En medio unas cuantas víctimas para cuantificar el terror y sembrar el miedo en las calles. Las imágenes eran terribles. La gente corriendo desesperada entre el polvo y el humo, y los cuerpos precipitándose al vacío, como si fueran los cascotes de una demolición. Estas escenas eran reales. No estaban fabricadas en unos estudios de Hollywood ni extraídas de un videojuego. El mundo está mal. Siempre ha estado mal. Vivimos de un ancestro violento que tiene que ver con el horror del peligro incontrolado. Surge de vez en cuando, como un volcán. Pero todo tiene su relato. Hasta la catástrofe más horripilante lo tiene. Estoy escribiendo y tengo la tele de fondo, en la habitación de al lado. 24 Horas. Hay un sinfín que repite la misma propaganda machacona. Tengo la sensación de estar viviendo en un mundo diferente al que veo todos los días. Hace un momento, dijo el presidente que la oposición está desnuda ante su irresponsabilidad y yo estoy pendiente de la votación que demostrará que es todo lo contrario, que quien está cada vez más desnudo es él. De fondo, la voz de Nicolás Maduro repitiendo que todo lo que no es él es fascismo y ultraderecha. No se me van de la cabeza los dos aviones chocando con los rascacielos y las lenguas de fuego provocadas por el impacto. Imaginé el infierno dentro de aquel desastre. Este es el infierno. Un castigo atroz por no saber aplicar el orden a nuestra existencia o, quizá, como una justificación por aplicarlo demasiado. El infierno no es el castigo que nos espera en el más allá. Los progresistas dicen, cuando te mueres, que la tierra te sea leve; como si la tierra nos fuera a hacer algún daño. La tierra es una ayuda lenta para la desaparición y para la simbiosis con otra forma de vida. Lo más parecido al infierno es el horno crematorio. Ya no son colectivos sino individuales y asépticos, como corresponde a una sociedad que se quiere quitar de encima lo más pronto posible aquello que ya no le sirve. Los recuerdos también arden. Por eso, cada año se nota menos humo conmemorando los terribles hechos en la zona cero de Nueva York. Este miércoles se cumplieron 23 años, pero seguimos igual. En Gaza, en Ucrania, etc. Escribo esta página por la paz a sabiendas de que la paz es imposible. Ahora escucho en la tele lejana que David Broncano le ha ganado a Pablo Motos y Kamala Harris le ha dado un revolcón a Donald Trump. Ojalá que fuera solo eso.