El pasado martes se presentó el libro de La Laguna, con textos de Juan Cruz y dibujos de José Luis Fajardo. Estaba lleno el salón y la gente se quedó por fuera, y eso que el aforo es grande. Presidió el acto el alcalde Yeray Gutiérrez y, a un lado, Elfidio Alonso, representando al tiempo pasado, igual que yo, aunque esto no sea verdad porque siempre ha estado de actualidad. La vida es relevo y las ciudades como La Laguna también lo son. Solo la sustitución hace que las cosas permanezcan iguales y animadas de la misma fuerza vital.
Yo, por ejemplo, llevo varios meses esperando a que me llegue un repuesto del coche y admito que si no lo cambio no volverá a andar. Con todas las cosas pasa igual. Elfidio está rondando los noventa, José Luis y yo sobrepasamos los ochenta y Juanito anda también cerca de esa barrera que inhabilita a personas como Biden, pero que a nosotros nos mantiene en pie, y más lúcidos que nunca. El alcalde tiene la mitad de años y Jorge Berástegui, que coordinó el acto también, y yo considero que este nexo es muy saludable, porque hace que las cosas sigan su curso imparable hacia el futuro sin detenerse en absurdas nostalgias ni en sueños de difícil realización.
Hubo intervinientes que participaron en la confección del libro, en esa especie de convocatoria ecuménica que tanto le gusta practicar a Juanito. Del debate y del contraste de pareceres surge la luz, pero aquí lo que se demuestra es que el recuerdo no es un sentimiento coincidente, que cada uno tiene el suyo, y que plasmarlo verbalmente o pictóricamente es un ejercicio de libertad individual. Lo cierto es que se hizo un patchwork con todos los retales posibles para tratar de definir algo tan tangible como la ciudad que compartimos.
José Luis dijo que había hecho algunas fotos, pero que luego las desechó y no quiso mirarlas para plasmarlas en los dibujos. Tiene razón, tanto dato mediatiza. Vivimos en una sociedad infestada por los datos y no tenemos tiempo de digerirlos, y lo malo es que estamos convencidos de que, si lo hacemos, dejaremos de ser nosotros mismos. Esto le pasaba a Francis Bacon. Admiraba el retrato de Inocencio X, de Velázquez, del que hizo multitud de versiones, pero nunca lo quiso ver. Cada vez que iba a Roma le invitaban a visitarlo en su salita del Doria Pamphili, y jamás se decidió a entrar. Decía que enfrentarse con la realidad le iba a distorsionar la imagen que había fabricado en su cerebro.
Anoche estuvimos convocados a un acto dirigido a las evocaciones y se nos fueron las ideas por el aire, y nos olvidamos de decir lo que teníamos que decir. Estábamos en una sala que se llama Cristal, transparente como el alma limpia, y afuera el precioso claustro del convento de Santo Domingo. Por allí paseaban frailes y seminaristas con sus meditaciones, sus proyectos y sus tentaciones vencidas. A la salida estaba anocheciendo y algunas estrellas se colaban por el boquete abierto al cielo en el patio. Alrededor, La Laguna, una ciudad quieta que avanza hacia el dinamismo de su vanguardia, porque la ciudad es vanguardia aunque parezca congelada. En esto no coincidimos todos. Algunos añoran al pasado y otros añoramos al futuro. Deben ser cosas de la edad.