He leído y releído el artículo que publicó la semana pasada Antonio Muñoz Molina en El País. No me canso de aplaudir todo lo que dice. Lo suscribo de la A a la Z. Habla de cuando siendo joven admiraba a regímenes que aplastaban la libertad de los ciudadanos, de como el mayo del 68 fue la cuna para muchos oportunistas, de como los donjuanes de universidad intentaban imponer su estúpida demagogia, de como después de una manifestación en defensa del medio ambiente tenía que pasar el servicio de limpieza para recoger las toneladas de basura que dejaba atrás, de como confía en lo que dice un científico en referencia a que el cambio climático no lo podemos parar cambiando el consumo energético. Dice muchas cosas más y en sus palabras veo la sinceridad de un hombre sencillo que hace lo que dice y al que me he tropezado de vez en cuando por Fernando VI, yendo a comprar el pan o la fruta o entrando en la librería, embutido en el abrigo que heredó de su padre o de su suegro.
Antonio Muñoz Molina es el paradigma de la sinceridad y de la humildad en un mundo de alharacas donde cualquiera se pone la insignia de académico para pontificar en un sentido o en el otro intentando llevarse acólitos de los dos bandos. Antonio Muñoz Molina no va a la tele a debatir porque allí se lo comerían directamente, sin una guarnición de verduras que lo protegiera, como un bistec aislado e independiente en medio de un plato, o de un plató, si ustedes quieren. Antonio Muñoz Molina es el ejemplo, para algunos traidor, de superar las etapas de la vida y permitir que sea su inteligencia, sin influencias ni intereses externos, quien guie las normas de su existencia y de su escritura.
España está llena de gente como Antonio Muñoz Molina, gracias a Dios, que llenan los tranvías y los autobuses anónimamente, desentendidos del ruido farandulero que invade el ambiente. Eso es lo que nos salva como país. Y además escriben a pesar de que no les hagan caso, de que se desentiendan de las trincheras que constituyen las zonas de confort para unos y para otros.
Ayer salí a La Laguna. La parte alta de la ciudad estaba llena de gente, Ahora les ha dado por ir allí, pero, a medida que bajaba, descendía la densidad poblacional y pude entrar en el bar Carrera, el bar Alemán de toda la vida, para comerme una ensaladilla con churros de pescado. Todavía está el camarero de siempre que me llama por mi nombre. En la calle me tropecé con un conocido que me dijo que un libro mío estaba en el escaparate de la librería El Águila. Debe ser por las fiestas o porque el librero es amigo mío. Vi a gente pacífica y pocos perros. Andan por otro lado, en sus casas familiares. Los perros no deben tener problemas para las adopciones porque ahora Eloísa no hace más que ofrecer gatos. No sé cómo se las van a arreglar habiendo un grupo de biólogos que los consideran una especie invasora. La vi en un cartel haciendo promoción de una protectora. Esto fue ayer, y todavía no conocía el artículo de Antonio Muñoz Molina. Si no, a buen seguro que pensaría que lo que nos rodea sobre la biodiversidad y todo lo demás es una patraña que nos tiene embaucados y, sobre todo embobados, como aquellas ideologías universitarias que el escritor superó hace tantos años. Luego vino un chico del Senegal, muy alto y bien parecido que nos vendió unas pulseritas insignificantes por 20 euros. Al final le di 10 y se quedó conforme. Era mucho más de lo que valían realmente.
Me olvidaba: en el artículo de Antonio habla de “Casa desolada”, de Carlos Dickens, donde una señora se compadece de los habitantes de las colonias africanas mientras trata a la patada al personal de servicio. Lo llamaba “filantropía telescópica”.
Hoy es habitual esta actitud estúpida que nos hace confundirlo todo, incluso nos provoca el no reconocernos a nosotros mismos, perdiendo nuestra personalidad encuadrados en el regimiento de las militancias.