tribuna

La estúpida inmortalidad

A veces leo cosas que no debería leer. Me las tropiezo en los periódicos, veo frases que me interesan y sigo buscando a ver si encuentro algo interesante. Hoy, por ejemplo, hay un comentario sobre los proyectos de prolongar la vida, que patrocina Elon Musk, y se me ocurre pensar en un nuevo frente social que divida a los humanos, pero ahora de la forma más cruel posible. Menos de un 1% conseguiría vivir hasta los mil años, mientras que el resto estaría condenado a la vulgaridad de la muerte. He dicho vulgaridad y eso es lo que es si es compartida mayoritariamente por el vulgo.

La búsqueda de la inmortalidad ha interesado siempre a la parte más estúpida de la humanidad. Por eso se escriben tantos libros sobre el santo grial y son consumidos por masas ansiosas, que no son capaces de encontrar el sosiego después de que se les muere el perro. Ahí tenemos el ejemplo de Walt Disney, congelado a la espera de que la ciencia le devuelva la vida. Platón decía que los hombres son inmortales por sus obras; así que yo creo que la inmortalidad de Disney nunca podrá superar a la que le da el pato Donald o Mickey Mouse.

Ya existe un 1% de hombres que dominan el mundo. Si encima queremos hacerlos inmortales, y cada año se incorpora un porcentaje igual, acabaremos por serlo todos, y eso no puede ser, porque desaparecerían las diferencias y la uniformidad nos sumiría en una normalidad extremadamente aburrida. Desde el punto de vista físico, la inmortalidad es algo equivalente a detener el tiempo, y detener al tiempo implica hacer desaparecer el universo y la vida.

Para desmitificar la inmortalidad, sólo hay que asimilarla a un tormento, como hizo el mito con Prometeo, al que el águila le devoraba el hígado cada mañana para regenerarse por la noche. Esto no hay quien lo resista. Ni Elon Musk sería capaz de aguantar ver corretear a miles de millones de niños que no le van a sobrevivir. Lo más parecido a la eternidad con lo que me he tropezado en los últimos días es con lo declarado en el Congreso socialista, resumido en la frase: “Tres años y los que vienen después”, que delata una acción renovable en una cadena sin fin.

Cuando estudiaba Matemáticas, me enseñaron que una serie infinita es aquella en la que, imaginando un término lo suficientemente grande, siempre habrá otro mayor que él. Esto es cierto para el análisis, pero no para la vida. La inmortalidad marca la frontera entre lo humano y lo divino. En la literatura sólo lo puede conseguir Fausto, que pacta la condena de su alma con Mefistófeles, pero en Fausto siempre se barrunta el final dramático de lo que es irreversible.

En el poema sinfónico de Berlioz, se salva Margarita, mientras se escucha el ronquido bronco de las tubas y el chillido de las flautas agudas que provienen del infierno. Tres años y los que vienen después, así, sin precisar, es el anuncio de una secuencia que no acaba nunca, igual que en la paradoja de Zenón, donde Aquiles nunca alcanza a la tortuga. Ante estas reflexiones, concluyo que el infinito no existe, ni siquiera en el junco de Irene Vallejo. Lo que sí ocurre es que, de vez en cuando, surgen personajes que nos aburren infinitamente.

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