En las primeras elecciones democráticas, en 1979, hace ahora 46 años, escuché a una señora que decía: “Yo no voto por Fraga porque fue ministro de Franco, que en paz descanse y le dio una casa a mi madre”. Después le oí a un profesor que no entendía por qué no había ganado el PSOE por mayoría, dado que la mayoría de los votantes eran obreros y, por tanto, tenían que estar encuadrados en ese partido. Tanto uno como la otra partían del error justificable de no entender en qué consistía la democracia que estábamos estrenando.
Quizá sea yo el que esté equivocado y la democracia consiste precisamente en eso, en considerar a la suma de ciertas ingenuidades como el reflejo de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos. Estas actitudes son frecuentes, pero no lo son tanto en personas inteligentes. Ayer vi un reportaje donde preguntaban a figuras importantes de nuestra sociedad sobre el mejor libro que habían leído.
Algunos aprovecharon para promocionar el de sus amigos y otros para hacerse un sitio entre las elites intelectuales, pero la respuesta que más me sorprendió fue la de Miguel Ríos que se decidió por “Conversaciones en la Catedral”, añadiendo el matiz de que el autor, Mario Vargas Llosa, no le gustaba nada, supongo que políticamente hablando. Al menos no mostró su rechazo por la obra, con lo que podría haberse considerado un sectario evitando que lo llamaran fascista. Esto me ocurre a mí mismo cuando me atrevo a decir que me gusta “Il Piacere”, de Gabriel D’Annunzio. Por supuesto que no es la mejor novela que he leído, ni con mucho, pero me atrevo a enjuiciarla como un producto literario de calidad, sin tener en cuenta que fue escrita por el héroe de Fiume, un personaje muy significado en la Italia de Mussolini.
Lo mismo le pasó a Visconti, que basó su última película, “El Inocente”, en un relato del mismo autor. Por ese motivo fue denostado por sus compañeros del Partido Comunista Italiano. Con frecuencia confundimos el culo con las témporas y enviamos a la hoguera a todo aquello que no coincide con el credo que profesamos, como haría cualquier inquisidor. Con la libertad de expresión y el derecho a informar verazmente de la prensa nos ocurre algo parecido. No digamos con las opiniones. Vemos intentos de controlar algo tan valioso para convertir en anatema, bulo o rumor mal intencionado a todo aquello que no coincida con el pensamiento único que tratamos de imponer. Lo curioso es que después culpamos a los otros de hacerlo.
Esta semana se ha podido leer un editorial en El País hablando del tema y del peligro que supone dejar sueltos a falsos periodistas, en realidad activistas de Vox, que le quitan los micrófonos de las manos a los humildes gorriones de los diarios que están haciendo su trabajo. No sé por qué razón pensé que se refería al acoso que sufrió Ana Pardo de Vera cuando se disponía a entrar en el acto inaugural de la celebración de la muerte de Franco. Todos lo vimos en la televisión. Fue ella la que le arrebató el micro al supuesto informador y lo arrojó a un contenedor, después de llamarlo negro, fascista y gorila. Luego en la tele dijo que lo de gorila no era un insulto porque ella es animalista. El País pretende con esto defender la libertad de expresión. ¡Mira que tú!