tribuna

Los héroes atlánticos y el fin de las habladurías

A Pepe Dámaso le perseguía la ausencia de César Manrique y organizó una exposición platanera de homenaje a su amigo del alma. Era un derroche de imaginación, con César ya enarbolando sus banderas del espacio por los confines siderales que Pepe creó en aquella muestra paradisíaca. Era el paraíso de otro mundo, cuando Pepe y Lanzarote sin César no se hallaban.

Entre los invitados, Andrés Sánchez Robayna participó en un programa especial de radio que hice a dos pasos de la casa de Saramago. El poeta de Por el gran mar falleció esta semana, siguiendo los pasos de Luis Alemany. Fuera de micrófono, me contó el susto de muerte que le había dado el corazón y de la obra propia en que estaba envuelto como entre aquellas grandes hojas de plátanos que había colgado Dámaso, bajo las cuales hablábamos. Por alguna connivencia, las hojas de banana reciben el nombre de musas del paraíso, como héroe atlántico, de Dámaso, sería nuestro nombre más hermoso cada vez que trascendemos.
Ahora, el poeta está en esos parajes que no vemos ni oímos, como decía Rimbaud, donde habitan trotamundos como Manrique o Sánchez Robayna, que en vida daban cuerda al juguete de Canarias haciendo mover los hilos de las cosas inauditas que luego sucedían, las musas y los héroes. Si algún pasaporte hace falta para viajar por esas sendas, el arte y la poesía, desde luego, serán los visados que dan vía libre.

Al mexicano Carlos Fuentes, en mitad de una entrevista en el sur de Tenerife, le vino a la cabeza el nombre de Andrés Sánchez Robayna, hablando de una consanguinidad literaria entre orillas, y lo hizo con entusiasmo, me dijo que era “uno de los grandes poetas en nuestro idioma”. Fuentes, que ya cruzó también esa frontera de cristal, se explayó hablando del paisano, autor y antólogo de Las ínsulas extrañas o El fulgor de Valente.

La marcha de Robayna y dos centenarios, el surrealismo y Chirino, nos dan pie para darnos lustre delante de un público español desatento con lo insular o excesivamente atento con lo peninsular. Un siglo después del manifiesto surrealista, que no se nos olviden -parece reclamarnos el poeta en su partida- los nombres de Óscar Domínguez y Agustín Espinosa en la “asunción poética” de Emeterio Gutiérrez Albelo, Pedro García Cabrera o Domingo López Torres. Robayna dijo por escrito que este archipiélago había sufrido “siglos de marginación”, y en la vanguardia insular, ese salvavidas, encontramos un derecho a existir, una conquista de ubicación, un lugar en la historia.

Cuando, hace 90 años -fue en mayo del 35-, los argonautas de Gaceta de arte, Eduardo Westerdahl, Domingo Pérez Minik y toda la jarca de la célebre revista, montaron, con ayuda de Domínguez desde París, la segunda exposición surrealista, estaban llamando la atención. Eran unos héroes atlánticos. Tenerife mostraba en el Ateneo de Santa Cruz obras de Picasso, Dalí, Miró, Magritte, Max Ernst, Duchamp, Giacometti o Dora Maar -hasta cerca de ochenta-, que llegaron en la bodega de un carguero de plátanos, como las musas de Dámaso. El cuadro de Picasso lo hizo con un desgarro en el transporte, y se exhibieron a precio de ganga, desde 50 pesetas a 2.500. Pero no se vendió nada. “Todo el mundo”, escribió Minik, “se quedó asustado, aturdido, extrañado”.

Robayna festejaba aquella epifanía vanguardista universal de Canarias porque arraigaba el “signo isla” en “la cultura de una época”. Y entraron por el muelle de Santa Cruz tres astronautas procedentes de Francia, André Breton (el papa del surrealismo), Jacqueline Lamba y Benjamin Péret, como si llegaran a una isla que estuviera en el centro del mundo.
Robayna se implicó desde primera hora en el CAAM de Martín Chirino (nacido hace cien años, en 2019 dijo adiós), cuya Lady Tenerife, la espiral de hierro rojo recostada en la plaza del Colegio de Arquitectos, se la sabe de memoria todo Santa Cruz. En los setenta, lo conocimos Martín y yo en una discoteca de Madrid, donde presentamos Nuevo cauce, de Taburiente. Esa noche se nos pasó volando en su casa entre espirales, guanches y el recuerdo de Rockefeller, que le había abierto las puertas de Nueva York, el estado del que era gobernador.

Los canarios siempre tenemos que hacer bulla, dar que hablar. Lo saben bien los artistas y escritores. Sánchez Robayna gozaba de un prestigio enorme más allá del cubículo isleño. Se quejaba a menudo de que nos ignoraran con “cómodos tópicos” en la piel de toro. Y, hablando de hablar, citaba a su amigo Octavio Paz, que mencionó la vanguardia canaria en su ensayo El fin de las habladurías. Porque una cosa es que hablen de uno y otra que murmuren.

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