por qué no me callo

Torres, lo que su cáncer nos cuenta

La asalvajada política española acaba enfermando a cualquiera. No son deducciones gratuitas a raíz del cáncer de próstata que padece Ángel Víctor Torres, según anunció él mismo, el pasado domingo, en el congreso de su partido en Gran Canaria. El descarrilamiento de trenes persistente en que viven los dirigentes y políticos en general no deja ileso a ninguno. De esta pandemia no se habla. Y urge hacerlo.


El político es un médico de guardia que no se medica. Su papel es hacer de salvavidas, de sanador de los demás, se ocupa de los problemas ajenos y se cree inmortal. Vive maratonianas jornadas incompatibles con la buena salud. Su hábitat es una montaña rusa, y en tierra anda pisando campos de minas. Este capítulo de la higiene biológica y psíquica en la política española y general no figura a bote pronto en el debate, como si los políticos, al dejar de ser ciudadanos de a pie y convertirse en servidores públicos, fueran supermanes incombustibles. El estrés -pongámosle nombre- es ya una irrefutable causa de padecimientos de toda índole. El estrés mata. La condición de político no está exenta. Al contrario, incide más en ella que en la horrorizada sociedad, ya de por sí contagiada de la maniquea polarización política.


Esa actividad estresante y mitificada, la política, se presta a la sospecha legendaria de que sus practicantes más cualificados se dopan, pagando justo por pecador. A corto, medio y largo plazo es innegable que genera un deterioro físico y cognitivo; son marines con los traumas de un Vietnam que parece de cartón piedra, pero que deja huella cuando la máquina se para y, a menudo, en mitad de la batalla explota en las patologías más diversas.


El origen del caso de Torres, que encadenó la presidencia canaria tras la covid con el ministerio de Política Territorial bajo los misiles del PP tras perder Feijóo la investidura, puede ser objeto de conjeturas. Pero, sea consecuencia directa o no de las tribulaciones personales del caso Koldo y el dedo ciego de Aldama, de haber tenido que desfilar sin sentido tres veces por el Senado, lo cierto es que el cáncer le ha tocado a la puerta no antes ni después, sino ahora, bajo la lluvia de los drones sin ton ni son.


Los daños colaterales en la salud de los políticos no tienen adscripción ideológica. No únicamente asolan las trincheras del PSOE. Cuando más arreciaba la ofensiva del PP contra Sánchez, tras el intenso año de barricadas por la amnistía y el fuego amigo, el líder del PP sufrió un desprendimiento de retina, que pudo costarle la pérdida de la vista. Feijóo hubo de someterse a una delicada operación que le obligó a recuperarse boca abajo. Subirse a ese toro mecánico de la oposición sin tregua no hay cuerpo que lo aguante.


La idiosincrasia y ritmo que se ha impuesto la política española, en cámaras incendiarias y redes corrosivas, generan estresores que invocan enfermedades por doquier. En Nueva Zelanda, la primera ministra Jacinda Ardern (la de las burbujas del coronavirus) le vio las orejas al lobo y se retiró.


Hay oficios de riesgo -política, periodismo, los bomberos o fuerzas de seguridad- que, vistos desde fuera, no congenian con la idea de llegar a envejecer en buena forma. Los solemos adornar de facultades idílicas, de niveles excepcionales de entrega y de pasión en contraste con los de un burócrata oficinista. Y ambos son extremos que devoran al individuo: uno por exceso y otro por defecto.


Esta asignatura no se va a estudiar en mucho tiempo en ninguna carrera. Apenas la Neurociencia nos arroja alguna luz. Pero que nadie lo ponga en duda. No hay una superespecie humana integrada por políticos, siendo cierto que la política, concebida como en España, requiere teóricamente de esa raza invulnerable que no existe. Los políticos son seres contagiados de política -supongamos que un día, en casos extremos, ésta sea una enfermedad-, cuyo virus autolesivo consiste en comer mal, dormir poco y estar como una moto 20 horas al día, bajo una sobredosis de ira y agresividad. Como si un boxeador no se bajara nunca del ring.


El pimpampum de la política se lleva por delante a quien no sepa esto. El famoso cortisol de un estresado ocasional está en las analíticas de todos los políticos, pero lo ignoran o nunca se la miran por si acaso. Un exdiputado laborista introdujo hace años un método de sesiones de mindfulness para cuidar a sus señorías, que han seguido centenares de políticos en Westminster, y se ha replicado en Francia, Canadá, Estonia y Países Bajos.


O la política se reinventa, se relaja y se humaniza o habrá que empezar a hablar del cementerio de la política.

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