Todo va a un ritmo acelerado bajo un ruido ensordecedor. Por eso el pleno del Congreso sobre los menores africanos de Canarias pareció engullido por tantos frentes. Medio mundo hablaba de parar la guerra de Ucrania y estalló la de Trump.
Europa se rearmaba para defenderse de Putin y el 2 de abril desenfundó primero el de la Casa Blanca como en el far west. La guerra de los aranceles duró una semana, con una tregua de 90 días. Y el que iba a acabar con la invasión rusa en 48 horas dice que “son unos necios” -no aclara quiénes- y que piensa rajarse de la negociación si no cejan en cuestión de días. El disparate está servido.
De ahí que, siendo la única paz constatable la nuestra, entre tanto ardor guerrero -que diría Muñoz Molina-, la de la guerra particular entre las Islas y el PP por el traslado de los niños no acompañados a la Península, no haya merecido la pasión que desatan los Putin y Trump con sus bombas y aranceles. La guerra vende más que la paz, por eso sigue activa la de Gaza, el mayor genocidio de esta era en el cine mudo del mundo de los ojos vendados.
Los niños de África acogidos en Canarias y Ceuta ya tienen su ley y eso es mérito de unos políticos de este país tan insultado por defender -aún- los derechos humanos, frente al demérito fraudulento de los trumpistas, los que hacen trampas. Pese al impacto que tuvo la gresca sobre la infancia migratoria durante un año de hacinamiento en las Islas, la brocha gorda de la política internacional (que es la loca de la casa) ha tapado gestos elocuentes.
Cronológicamente, EE.UU. suspendió su guerra comercial un día antes del pleno de los menores en el Congreso. Sería de necios -ahora como diría Trump- negar la evidencia de que aquel miércoles 9 de su capitulación no se hablaba de otra cosa que de la marcha atrás, la inflación y la recesión eventual. Y a la mañana siguiente, cuando el Congreso se disponía a ver nuestro asunto, seguía vivo el mal recuerdo de la Gran Recesión de 2008 y de la Gran Depresión del 29 con motivo del crack de Trump, el presidente más impopular de la historia de su país antes de cumplir, este fin de mes, cien días en el cargo.
En ese ambiente apocalíptico, Canarias solo podía aspirar a una repercusión justita del feliz desenlace del culebrón de los menores. Y santas pascuas. Llegaría la Semana Santa y se pasaría página, celebraba Feijóo agradecido del follón distractor de su derrota parlamentaria. Nosotros mismos, isleños europeos costaneros de África, instruidos en las bondades de un kit de supervivencia por si ataca Putin, de pronto, sufríamos un embate no ruso, sino yanqui, entre suspicacias sobre el verdadero estado de indefensión en que vivimos en el nuevo escenario, acaso sin el paraguas de la OTAN ni de la UE, aún sin ejército.
Pero en este Flanco Sur había ocurrido algo nada intrascendente. El pleno del Congreso era nuestra batalla final en medio de las convulsiones mundiales. Canarias no protagoniza todos los días la votación de una ley de ámbito nacional. Y esta era una ley contra la xenofobia en pleno relincho de la ultraderecha y del parón migratorio en Europa.
Entonces, a las puertas del Congreso, se fundieron en un abrazo el jueves 10 -el día D- Torres y Clavijo, como dos dirigentes rivales contraviniendo la perversa lógica política imperante. Estaban felices, festejaban algo común. ¡La Ley! ¡Por fin se aprobaba ese día la reforma del artículo 35 de la Ley de Extranjería!
Era hacer cumbre tras un año de escalada. Los menores migrantes de un territorio tensionado -como Canarias y Ceuta- podrán ser bienvenidos en cualquier parte de España, como los niños ucranianos, sin reparos por el color de su piel. El abrazo del ministro socialista y el presidente nacionalista recordaba al cuadro de Juan Genovés de 1976 (El abrazo reconciliatorio de la Transición) simbolizando la solidaridad. El de Genovés (que se conserva en el Museo Reina Sofía) fue esculpido en bronce por el propio artista valenciano en una plaza de Madrid. Un grupo humano daba la bienvenida a la libertad, tras la dictadura, entre abrazos anónimos. El abrazo de los dos paisanos sellaba el acuerdo de paz que Canarias lograba de la mano del Estado en la guerra insolidaria contra los menores, como si algunas comunidades anhelaran una Ley de Enemigos Extranjeros como la de 1798 que desempolva ahora Trump.
En 2006, el expresidente Adán Martín pidió a Zapatero que los niños africanos pudieran ser derivados a la Península bajo la Ley de Extranjería. Casi 20 años después se ha conseguido, gracias a la cooperación (y constancia) de dos canarios, el ministro de Política Territorial y Memoria Democrática, Ángel Víctor Torres (PSOE), y el presidente de Canarias, Fernando Clavijo (CC), junto a la ministra, valenciana como Genovés, Sira Rego (Juventud e Infancia).
En el abrazo del Congreso de Torres y Clavijo confluían nueve grupos políticos que votaron sí. Quedaron fuera dos, PP y Vox, contrarios numantinamente a la ley, que se dieron otro abrazo, pero este por razones bien opuestas.