de remplón

Mis excursiones por Anaga

Si hay un paisaje que llevo en el alma es el paisaje de Anaga. He recorrido esas humedades cumbreras desde muy joven, acompañado de grandes amigos como el psiquiatra Antonio Concepción, el entomólogo Manuel Morales y el pintor y naturalista Lucas de Saá. También con Francisco J. Dávila, una persona excepcional, un sabio que construyó su propio telescopio, y con quien compartía mi pasión por la radio. Dávila era un experto en esperanto, toda una autoridad; y me animaba a que aprendiera este idioma universal porque la gramática del esperanto, me decía, cabe en una tarjeta de visita.

Antonio Concepción nos ilustraba con sus últimas lecturas, con observaciones singulares y nos contagiaba el amor por la botánica, la ciencia y todo lo que suponía ampliar el horizonte de los saberes. Lucas de Saá, el pintor del grupo, no se acostumbraba a plasmar el paisaje en el lienzo sin más. Siempre quería establecer un diálogo más profundo con el entorno natural, ejercer de biólogo, establecer una relación más directa con el naranjero salvaje, el brezo, el sanguino o el helecho de cristal. Deseaba mimetizarse con el paisaje en Cabezo de Tejo o en El Pijaral.

El mundo minúsculo y casi invisible de los insectos era la especialidad de Manuel Morales que nos hablaba de pimelias y estafilinos, de carábidos y arañas de un verde de ciencia ficción. Días antes, ya estábamos ilusionados con la próxima excursión. Anaga nos esperaba. La masificación era impensable. Cada cual llevaba su aportación personal para la caminata. Compartíamos la ensalada, la fruta, las tortillas, el té negro y el té verde, las galletas, los huevos duros, las almendras y las pasas. Solo por mencionar algunos detalles del ágape campestre que compartíamos, en medio de los rumores del monte. Las charlas tomaban una dimensión inolvidable, asombrados ante un paisaje que debemos proteger con urgencia. Y de la misma manera, abrirnos a la escucha de los vecinos de la zona, a su sereno y heredado modo de vida.

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