tribuna

Muñoz, Molina, Cercas y Montero

Quien envidia, igual que quien odia, es como el que bebe un vaso de veneno creyendo que va a matar a otro”. Esto lo leo en un artículo de Javier Cercas en esos sábados en que me reconcilio con El País. También Antonio Muñoz Molina escribe hoy sobre Roma, cuando viajó a Italia con un amigo, haciendo autoestop, y unas monjas los acogieron, entre ellas una catalana que compaginaba su entrega a la solidaridad con un trabajo de malabarista en el circo. Lo de la envidia, que describe Cercas, es un camino hacia la infelicidad, pero se supera con la monja que hace juegos malabares y no considera que se esté dedicando a algo menor, sobre todo si se lo compara con la aparatosidad suntuosa de la religión. En medio de estas dos consideraciones, aparece María Jesús Montero haciendo un canto de exaltación a las bondades del papa Francisco, pero cae en la tentación de la división en clases, que es una consecuencia más de la envidia, cuando habla de cristianos progresistas y de otros que no lo son, tratando de polarizar el cónclave, como se polariza todo en la vida de forma natural. Cercas dice que la democracia ateniense estaba basada en la competencia que surge de la envidia, y no anda desencaminado pues buena parte de su lucha se apoya en la superación de desigualdades sangrantes que generan odio y envidia por partes iguales. Incluso su superación trae como consecuencia el surgimiento de nuevas inquinas. Nosotros los españoles sabemos de eso. Nos inventamos un perdón en un proceso de reconciliación sin precedentes, hasta que llegó un tiempo en que alguien estableció que era necesario volver a odiarse y a envidiarse, que el odio y la envidia eran el motor imprescindible para poner en marcha a una sociedad dinámica que no podía perder el tiempo soñando con los beneficios de la paz. Muñoz Molina recuerda cuando estuvo en Roma, siendo joven, y acababan de matar a Aldo Moro y podía ver a la Piedad de cerca porque todavía un loco no la había emprendido a martillazos contra ella. Anoche el Vaticano cerró sus puertas y Francisco se quedó solo y en silencio, encerrado entre sus muros repletos de arte. Él, que había dicho que no había que levantar paredes entre los hombres, que el mensaje de Jesús consistía en demolerlos con el amor, ahora está aislado esperando a que lo entierren. No todos lo entienden así, porque dentro de unos días se reunirán unos hombres para elegir a su sucesor y el debate se centra en discernir entre progresistas y conservadores, como ocurre con los jueces, con los periodistas y con las mayorías parlamentarias, igual que dice María Jesús para apropiarse de la figura del papa, asimilándola a su tendencia. En el fondo, se trata de un problema de envidia y de odio, como dice Cercas. Porque hay quien se bebe un vaso de veneno creyendo que va a matar a otro.

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