Las palabras no son libres, están unidas no solo a la persona que las dice sino al contexto en que se utilizan. Si bien es cierto que las palabras significan y que hay un orden y un diccionario que se esfuerza en decir exactamente qué es y cómo es cada una de las cosas que conforman nuestro mundo, hay también numerosos elementos extralingüísticos que acompañan irremediablemente el acto de hablar, llenando de matices y de sugerencias cualquier significado. Ser consciente de esta realidad es cautivador, pues significa darse cuenta de todas las posibilidades del lenguaje, de toda su riqueza y de que es en nosotros donde reside el poder de manejar la voz a nuestro antojo. Así, la palabra es gesto, es melodía, es experiencia y también deseo, es realidad que puede transformarse con el tiempo y crecer, caminar hacia el futuro observando el presente y todos sus espejos, con el objetivo de elegir el lado bueno, la sombra que mejor ordene las letras para reflejar con la mayor exactitud posible aquello que pensamos y queremos. Pero hablar es también escuchar, observar cómo los otros construyen su discurso, darse cuenta del lugar en que colocan este término y este otro, oír el tono de cada palabra, su fuerza o su debilidad, la forma que toman en el aire, el contenido que evocan todos sus sonidos. Ser consciente de ello es emocionante porque nos abre a nuevas realidades, nos descubre cómo piensan los otros, cómo sienten a través de las palabras. Este hecho es más importante de lo que parece, sobre todo, para aquellas personas que se adueñan de las frases como si ya estuviera todo dicho, como si el blanco fuera siempre blanco y no hubiera más posibilidades. Para esas personas la verdad es suya y las palabras adquieren más valor según quién las diga y dónde, por eso no escuchan, solo hablan, sin saber que en ese egoísmo están perdiendo significados.
Yo quiero aprender a escuchar, aprender a captar todos los sentidos, a percibir el eco de las letras, sus colores, que deben ser muchos y distintos, para así poder conocer lo que dicen todas las palabras y ser capaz de elegir, ser capaz de escoger las palabras exactas para cada momento. Sé que esto no es tarea fácil porque normalmente para hablar tenemos todo el tiempo, toda la tarde y todos los guasaps. Sin embargo, hay personas que viven en espacios con límites, en tiempos que siempre tienen un final, en conversaciones que solo duran minutos, exactamente ocho, y en ese número deben caber preguntas y respuestas, la emoción de oírte y de decirte lo que quiero y necesito y, también, el impulso de llorar, tal vez, y de reír, quizás, y de no poder hablar más porque la llamada se acaba y se corta, hasta pronto, besos y adiós.
8 minutos es el tiempo de una llamada telefónica en la cárcel, el tiempo que comienza y termina incluso antes de que empiece, porque toca elegir las palabras y sus significados, porque si no el tiempo vuela y si no escoges la palabra precisa no hay vuelta atrás, no hay corrector que rectifique lo dicho, por eso hay que decidir con cautela, como si fuera la única vez, como si ese fuera el momento con un principio y un final para emocionar y emocionarse. Esas palabras deben decir mucho, o quizás no, pero lo cierto es que despierta mi curiosidad pensar en ello, pensar en la importancia de la palabra escogida como si esta fuera siempre la última. Me pregunto qué palabras elegiría yo en esa situación, qué vuelo le daría a cada término, a esas palabras que no son libres pero que, al mismo tiempo, tienen la capacidad de volar, de ir más allá, de transformar cada acepción como si hubiera siempre algo por descubrirse, como si no hubiera palabras prisioneras*.
* “Palabras prisioneras” es el nombre de un proyecto educativo del Centro Penitenciario Tenerife II que cree en el valor transformador y terapéutico de la palabra.