tribuna

Bola de partido

Si Ulises hubiera sabido que el viaje de regreso a Ítaca iba a estar lleno de peligros, a lo mejor se lo habría pensado dos veces y hubiera dejado a Penélope tejiendo una esperanza sin fin. Tal vez, habría sucumbido de forma irremediable a las malas artes de Circe la hechicera o al canto seductor de las sirenas, sin embargo, y, a pesar de la gravedad de la aventura, continuó su viaje, convencido de que alcanzaría el final. Pero no fue nada fácil, por supuesto que no, si lo hubiera sido, la historia lo habría olvidado y su nombre no figuraría en la nómina de los héroes que deben recordarse.

Ulises tenía bien claro lo que quería conseguir y en ese objetivo concentró todo su esfuerzo y toda su energía, que mantuvo intacta a lo largo de los más de diez años y 24 cantos que duró su odisea. Nunca se rindió y su ánimo no desfalleció en ningún momento, gracias a su astucia y a un ingenio prodigioso que le salvó de tempestades y de guerras. A nadie se le ocurriría poner en duda la valentía de Ulises, porque, al fin y al cabo, se trata de un personaje de ficción y, en literatura, todo es posible.

Otra cosa es la realidad, esta realidad en la que lo que está de moda es la inmediatez, llegar a Ítaca lo más rápido posible, gracias a los influencers y a la ayuda de la IA, que para eso está, solo hay que activar el GPS y dejarse llevar, que el esfuerzo está sobrevalorado y, si no, que se lo digan a los jóvenes de hoy, que se cansan de todo, incluso antes de haberlo empezado.

Eso dicen las malas lenguas. Que no se trabaja la paciencia, que ya no hay deseo real por nada ni por nadie, que todo tiene que ser ahora porque si no, estalla el enfado, la rabia y el abandono, y es que ya no hay compromiso, ni siquiera con uno mismo, mucho menos, con el otro. Eso dicen.

Pero algunas lenguas se equivocan, y un domingo el viaje es otro, y otro, el combate. Y en un ring de tierra batida dos jóvenes luchan por llegar a su destino, como si Ítaca existiera de verdad y estuviera al otro lado de la pista. Con el ímpetu del guerrero y con una seguridad inaudita, se enfrentan sin miedos, convirtiendo su raqueta en escudo y espada al mismo tiempo. Con ella golpean la bola y la colocan en el lugar exacto, justo donde hace más daño, donde el otro no puede llegar, justo en la línea blanca que limita ese extraño mar de tierra en pleno continente.

El 8 de junio, la final de Roland Garros añadió un párrafo a la historia, porque lo que allí sucedió fue extraordinario, una proeza, un hecho heroico, según afirmó algún periodista. Y si bien es cierto que el protagonista fue el tenis y el bienhacer de un deporte que brilló con puntos increíbles, ese día ganó también el esfuerzo, el afán por hacer las cosas bien, el empeño en que todo es posible si de verdad se desea, si se trabaja desde la confianza, desde el “todo puede ser” quijotesco, porque no llegará la derrota hasta que la posibilidad más remota se esfume y el partido se dé por finalizado.

Por eso, Alcaraz no tuvo prisa, a pesar de que el reloj seguía su curso irremediable y las horas transcurrían hasta llegar a más de cinco. Alcaraz no dudó, a pesar de que Sinner tuvo, no una, sino tres bolas de partido para alzarse con el triunfo y llevarse la copa y todos los honores, porque solo tenía que golpear con acierto una vez más, solo una más y ya todo se habría acabado, c’est fini, otra vez será y hasta el año que viene, au revoir. Pero Alcaraz no dudó y, cuando estaba a punto de perder, logró empatar y ganar el set. Y, entonces, el juego continuó su curso, como si fuera fácil luchar contra el miedo cuando has estado al borde del naufragio. Con una seguridad pasmosa siguió adelante, ajeno a toda distracción y a esa inercia de la juventud sin ideales que copia y pega con absoluta pereza, porque así es más sencillo y porque, además, el esfuerzo agota.

Sin embargo, ese día la realidad fue otra, porque esta vez ganó el trabajo, la confianza de que cualquier cosa puede lograrse si uno persiste, aunque te atrapen las sirenas con su canto o el barco naufrague sin remedio, aunque el viaje y el partido sea largo, y soplen vientos y, en algún momento de esas cinco horas, sintieras que todo estaba perdido y que Ítaca era una ilusión inalcanzable. Ese día la realidad fue otra. Y todos los que agotamos las cinco horas de sofá, no dábamos crédito, porque, más allá del espectáculo deportivo, la fiesta fueron ellos, Alcaraz y Sinner y su juego impecable, sin protestas ni aspavientos, con la valentía del héroe y una honradez que hoy resulta extraordinaria. Ese día los dos firmaron con creces formar parte de la historia, del eco viejo de los versos de una epopeya homérica y no hubo más ruido que los vítores del público y el sonido seco y preciso de una última bola de partido.

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