de remplón

El valor de lo insignificante

Caminar por la ciudad, por el pueblo donde vivimos, escuchar música, pararse a contemplar la arquitectura que nos tropezamos a diario, detenerse ante una vieja puerta rota por el pasado, levantar la mirada para asegurarse de que esa mancha fugaz era un mirlo, son estampas cotidianas que en estos tiempos toman un valor incalculable. Este contraste de lo cotidiano, con el goteo incesante de noticias de tonalidad borrosa y triste, hace que nos giremos hacia nuestra realidad más cercana en busca del sosiego. Ya lo hicieron las antiguas escuelas del pensamiento helenístico, cuando la crisis dejó a los ciudadanos sin suelo donde sostenerse, desorientados ante la caída de la polis griega.

La carga pesada de los informativos hace mella en nuestro estado de ánimo y aguijonea por ahí dentro con la intención de que nazca la culpa. De tal manera, que parece que somos culpables del poder destructor de las armas y de la demencia a la que asistimos. En este clima enrarecido, la palabra parece estar en crisis, queda en silencio, incapaz de asociarse con otros sonidos, en una gramática pacífica que facilite la construcción de frases de entendimiento. El clima irrespirable y bélico tiene su reflejo cercano en el fuego cruzado que traspasa las frágiles fronteras del lenguaje, y es justo allí donde se acurruca el insulto visceral.

Cada día, los líderes internacionales escriben el guion de un culebrón que se escenifica en un patio de vecindad de fácil acceso. El debate político ha saltado a las calles. Ha dado un salto fantasmal y esperpéntico, se ha instalado en el pensamiento débil de los programas cutres y ha traspasado las paredes de las instituciones para alojarse, peligrosamente, en callejones oscuros y malolientes donde siempre quedan restos de basura orgánica. Por eso digo que la normalidad de la vida, el gesto más insignificante de amabilidad, la suavidad en el trato, el esfuerzo por alejar la barbarie como manual de vida, toma hoy una relevancia que no tiene precio.

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