Estamos en medio de las aguas negras de la política en España, en Europa, en Estados Unidos. No es un juicio universal moralmente equiparable. Cada país perdona o condena según su canon ético. Algunos reeligen con entusiasmo al presunto corrupto -como en Portugal- y otros -como en la América de Trump- ni siquiera le afean la conducta.
En los días que corren, se está poniendo los cimientos de una nueva conciencia que transige y banaliza el mal. Es palmario el ejemplo de los niños hambrientos de Gaza, que pagan con la vida hasta por poder comer, y por cuya causa varios canarios se suman estos días a la Marcha Global de El Cairo, camino del paso fronterizo de Rafah.
España, esta semana, alzaba dos veces la mano con la señal de la uve, primero por el acuerdo del final de la verja de Gibraltar y, después, por el de la ONU con la resolución de los dos Estados y la paz, que defendió en Nueva York el paisano embajador Héctor Gómez. Pero nada importó en la España avestruz con la cabeza enterrada en la tierra el día de Cerdán, ni que en la madrugada Israel bombardeara Irán, tentando una vez más una tercera guerra mundial (¡bah!). Ni media palabra. En el reparto de roles, el PP se encarga de la hedionda corrupción, porque la padece de antiguo y celebra que otros también. Sí comparte con Vox la xenofobia, que el presidente canario, Fernando Clavijo, llamó por su nombre cuando dijo que “ni unos ni otros quieren a los negritos”.
España es Europa. Desde hace cuarenta años. Pero Europa es un mosaico de estados emocionales a riesgo de romperse el jarrón europeísta de un euroescéptico manotazo. La política se ha hecho tan pasional que, en el PP, los de Ayuso le reprochan a Feijóo que “no emociona”. Y en estas que llega la corrupción del PSOE y el hombre se juega la candidatura, pero no le dan los números para censurar a Sánchez. La corrupción es la hernia inguinal de la política española. Ahí nos duele ahora, con reflujos del pasado. Esto no es Estados Unidos -allí la corrupción es el modo de gobierno-, donde Stiglitz, el Nobel de Economía, dice que la democracia está en peligro de desaparecer.
Salpicado por la doña, Pedro Sánchez no cedió en sus reparos a un adelanto electoral. El defenestrado Cerdán no era tan santo, traicionó su confianza, y Sánchez pidió perdón ocho veces. ¿Debe convocar elecciones, hacerle ese gusto a Feijóo, que en la espera desespera, frente a Ayuso?
Estamos ante el problema eterno de la corrupción, que Platón decía que no es erradicable, salvo que los gobernantes sean filósofos-reyes. ¿Ven ustedes a Feijóo con ese perfil?
Cuando Rajoy perdió la censura, en 2018, dejando paso al actual presidente, no fue por el caso Bárcenas -hagamos memoria sin trampas-, que lo desgastaba desde el segundo año de mandato, 2013, con las revelaciones de El Mundo y El País sobre el fáustico tesorero de las tripas y cohechos del prevaricato. Ni por Kitchen (primo hermano del caso Bárcenas). Ni por Púnica (más de medio centenar de detenidos), de 2014. Ni por la vaca de Gúrtel, con todo su apogeo en paralelo y la larga nómina de pringados. Ni por el caso Lezo, que estalló en 2016, con numerosos arrestos, a su vez.
No, la censura de Sánchez a Rajoy, la única en democracia que prosperó, no se produjo hasta que hubo una sentencia de la Audiencia Nacional, que condenó al PP, en el marco del caso Gürtel, por financiación ilícita y corrupción institucional. Todos los casos citados siguen su curso destilando inminentes sentencias para los próximos meses.
Rajoy no cayó en cuanto se destaparon las ollas con el vapor de sobornos y la nomenclatura pestilente. Durante cinco años, de los seis y medio que gobernó, le persiguió la corrupción como una sombra detestable a la intemperie, tanto la propia como la heredada de Aznar (1996-2004). Ésa es la historia. Porque en España cada Gobierno ha tenido su cuota de sordidez, con la lógica indignación del pueblo. Cada presidente cargando su cruz.
La novedad esta vez es esa tesis de que Sánchez debe marcharse y llamar a las urnas a todo trapo. Le urge a Feijóo, escatológicamente. Cosa que hizo el primer ministro portugués, Luis Montenegro, por favorecer a su empresa familiar y, tras ser reelegido, se permitió reponer a los ministros más cuestionados judicialmente. Valeroso caso de honradez la del vecino conservador.
El PSOE tendrá que lidiar con la ignominiosa lo que queda, y al secretario general toca barrer la casa de cerdanes, hacer auditorías, remozar la dirección y agotar el actual mandato. Sólo, al cabo de los meses, una vez afloren las sentencias que aguardan al partido de Feijóo, y Mazón responda por la dana, tendremos la foto completa del cuarto oscuro de cada cual y el ciudadano español agradecerá estar informado a la hora de votar con conocimiento de causa.