El espectáculo es siempre. Es adrenalina, bebida energética, emoción contra la rutina de mentes acartonadas y esqueletos tiesos. Dinamita pa los pollos y chute en vena que pone en órbita al animal que viste, calza, cae dos veces (y mil) en la misma piedra, micciona y planta pinos. Es rendirse al ocio más ocioso porque arrastra la corriente de Vicente. O sea, pirra el frikismo hispano y el esnobismo hollywoodiense. Tanto monta, monta tanto, la troupe del tamarismo que el brillibrilli de la Jennifer (López). El caso es no perdérselo, aunque lleve consigo el deterioro del estado mental. Viva la podredumbre cerebral, que define el Diccionario de Oxford.
Mientras la serie Superstar de Netflix retrata ahora el fenómeno televisivo que, poco antes de los dos mil y siguientes, protagonizaron Arlekín, Loli Álvarez, Leonardo Dantés, Paco Porras, Tony Genil, Tamara (después Yurena) y su madre, Margarita Seisdedos, la diva JLo arrasa en España con su tour, Up all night, que cerró ayer viernes en Santa Cruz de Tenerife en olor de multitudes. ¿Qué tendrá la chica del Bronx para que miles de personas pierdan el culo por ver su show, nada, por cierto, extraordinario? ¿Será la flauta de Hamelin? ¿Será el poder del marketing en esta era, insisto, de la podredumbre cerebral?
A río revuelto, ganancia de pescado fresco (o maloliente). Lo sabe el establishment epicúreo, que de tonto no tiene un pelo. Aquí se trata de obtener pingües ganancias a costa de la flojera. En el fondo, lo que mueve el Mundo. No hay que ser muy perspicaz para percatarse. Los Javis ganaron mucha pasta con el biopic de La Veneno (pobre juguete roto) y cinco años después repiten la fórmula con la fauna casposa que utilizó Javier Sardá en la basura de Crónicas Marcianas. ¿Capito? Qué fácil exprimir el jugo de la naranja.
Las vidas de cristal se exponen sobre el escenario y se airean a los cuatro vientos para satisfacción de bocas que salivan, por ejemplo, con las linduras que se dedican Ben Affleck y su ex. Míseros besos de quita y pon, de digos y Diegos, de letras de sangre con bamboleo de caderas. Certeros cañones de luz que alumbran las sombras de las Kardashian y sus homólogas ibéricas, las Berrocal. Qué pena todo. Y qué pena el lampiño oxigenado Lamine Yamal. Con el millonario fútbol topamos. La mayoría de edad se celebra a tutiplén y sin teléfonos móviles. No sea que. El niño crac funambulea sobre el alambre. Su mediática fiesta con actores de baja talla es como aquella canción de la Orquesta Mondragón: “Soy el hombre sin brazos del circo. /
Soy capaz de fumar con los pies. / Cada noche la gente me aplaude más, / pero yo me quisiera morir”. El deporte rey fagocita, por momentos, al joven delantero culé que coleccionó cromos del pibe Maradona, el carioca Neymar y otros tontos fueras de juego. Hansi Flick y Deco tienen trabajo por delante.
La belleza huérfana grita en la tragedia, pero sin dramatismos. Se acepta la realidad, la botella media vacía. Hace tiempo que el optimismo social languidece. Cada cual en su casa y Dios en la aldea conectada a su libre albedrío. Reír por no llorar y aplicarse a majaderías de escaso provecho por eso de usar la sesera, concilian con la subsistencia. Resplandece el aroma en esta orilla deshabitada de vanos caretos, Photoshop, maquillaje, bótox, tintes, likes, peluquines… Hora de abrigarse con la rebeldía y disciplina que plantearon en 1931 Pedro García Cabrera y Eduardo Westerdahl. La Segunda República invitaba al desarrollo de una nueva modernidad que, luego, se arrinconó en un ombligo. Inmolación. Qué dicha pensar en la tensión entre lo propio y lo ajeno, lo originario y lo impuesto, el internacionalismo y el cosmopolitismo, lo local y lo global. Me refugio en la colección de TEA que se expone hasta el 26 de octubre en las salas A, B y C.

