Salvar vidas” es -y debe seguir siendo- la primera línea de cualquier emergencia. Pero si la frase se convierte en eslogan que todo lo justifica, corremos el riesgo de ocultar lo que viene después: reconstrucción, acompañamiento y aprendizaje. La erupción de Cumbre Vieja en La Palma dejó una verdad incómoda: no basta con evacuar; hay que preparar, proteger y reparar con la misma intensidad. Esa es la columna vertebral de las trece propuestas que planteo como fotógrafo y testigo directo de la catástrofe, para que Canarias no repita sus errores.
La primera familia de medidas apunta a la prevención ciudadana. No hablamos de asustar, sino de informar. Si vivimos sobre islas volcánicas, el comprador de una vivienda debería recibir por escrito, en notaría o registro, la información objetiva de peligrosidad de su suelo. No es un trámite caprichoso: es cultura de riesgo.
Lo mismo con el seguro obligatorio en zonas expuestas, siempre acompañado de campañas de concienciación que expliquen por qué se propone y cómo abaratarlo. Y una obviedad que la erupción convirtió en drama burocrático: el catastro y el Registro deben reflejar la realidad de lo construido para que ayudas y coberturas no naufraguen por meros errores administrativos.
La segunda familia mira a la gestión institucional durante la emergencia. Hay medidas sencillas con gran impacto si se activan desde el minuto uno. La identificación proactiva de afectados (no esperar a que “vengan a apuntarse”), la comunicación clara y puntual ante cualquier cambio -porque un rumor, a destiempo, puede costar más que una excavadora-, y el despliegue de equipos psicológicos desde el principio, no como adorno tardío, sino como parte del dispositivo esencial. El trauma no empieza cuando se apaga el volcán: empieza mientras ruge.
La logística de la dignidad también importa. Familias con alojamiento digno cerca de sus redes, traslado seguro de animales de compañía y fincas, y apoyo material para rescatar y guardar pertenencias sin que acaben pudriéndose en naves improvisadas. No es caridad: es gestión inteligente de la resiliencia.
Y sí, la tecnología cuenta: drones para monitorizar viviendas y rescates puntuales, imágenes satelitales frecuentes para entender la evolución del fenómeno y una maquinaria sistemática para retirar ceniza de tejados y vías antes de que el colapso multiplique el daño.
La tercera familia es la menos vistosa, pero la más decisiva: ética científica y ordenación del territorio. La geoética exige que el conocimiento se ponga al servicio de la gente, con sensibilidad y transparencia. No se trata de confrontar ciencia y ciudadanía, sino de conectarlas: explicar incertidumbres, evitar triunfalismos y escuchar a quienes viven sobre el terreno. Al mismo tiempo, la planificación urbanística debe incorporar la peligrosidad volcánica con rigor: cartografías vivas, límites claros y alternativas reales. Construir “donde se puede” no es prohibicionismo; es responsabilidad con las generaciones futuras.
Estas trece ideas no son un pliego de descargos ni una caza de culpables. Son lecciones aprendidas sobre el terreno que invitan a cambiar inercias. Porque cuando la institución se parapeta en “hicimos lo que pudimos”, el ciudadano escucha “apáñate como puedas”. Y no, no es lo mismo. Si el Estado pide confianza en horas negras, debe devolverla en meses grises: con trámites que funcionan, ayudas que llegan, técnicos que miran a los ojos y protocolos que se cumplen.
Hay un punto especialmente delicado: la información crítica en tiempo real. En una crisis dinámica, comunicar mejor y antes es tan importante como movilizar retroexcavadoras. No basta con ruedas de prensa; hacen falta canales de aviso directos, pedagógicos y coherentes entre técnicos, políticos y operativos. La ciudadanía puede entender la incertidumbre; lo que no perdona es la opacidad.
Al final, el mensaje de fondo es simple: no podemos improvisar la resiliencia. Se entrena en tiempos de calma. Se ensaya con simulacros serios, se financia con seguros bien diseñados y se educa desde la escuela hasta la ventanilla administrativa. La erupción de Cumbre Vieja fue una tragedia; convertirla en palanca de cambio es una obligación moral. Porque la lava arrasa lo visible, pero el desorden y la desmemoria arrasan lo invisible: la confianza.
Salvar vidas no basta. Hace falta salvar proyectos de vida. Y eso solo ocurre cuando la prevención informa, la gestión acompaña y la ciencia, con ética, se alía con la gente. Trece propuestas, sí. Pero, sobre todo, un recordatorio: en Canarias, cada día sin aprender es un día perdido antes de la próxima erupción.
- Fotógrafo. Premio Cabildo de La Palma 2025. Otros méritos excepcionales
en la erupción de Cumbre Vieja
