Vi a los tres. A Serrat, a Aute y a Sabina. No en vídeos ni en giras de despedida, sino cuando sus voces nacían del pecho y no de la nostalgia. Era una época en que el escenario era sagrado y el público escuchaba sin pantallas ni prisas, sin necesidad de demostrar que estaba allí. Era joven, y ellos cantaban lo que todavía no sabía decir. Serrat me enseñó a mirar la vida con calma, Aute a detenerme en lo invisible y Sabina a perder sin que se me cayera el alma del todo. No eran solo músicos: eran cronistas del alma, poetas de lo cotidiano. Cada uno me dejó una brújula distinta: Serrat el sentido, Aute la sensibilidad, Sabina el descaro necesario para no rendirme. De Serrat conservo la voz limpia de quien cree que la palabra aún puede cambiar algo. Canta Aquellas pequeñas cosas que el tiempo deja entre los dedos, las que uno no valora hasta que se pierden. Con él aprendí que se puede ser firme sin gritar y que la belleza también habita en lo cotidiano: en el árbol que da sombra, en los gestos callados, en el tiempo que pasa sin pedir permiso. Aute fue la pausa. El descubrimiento de que el amor no siempre salva, pero a veces basta con que acaricie. En un mundo que corría deprisa, él susurraba Slowly, recordándonos que hay instantes que solo se entienden despacio. De él aprendí que la belleza no está en lo perfecto, sino en lo que se siente de verdad. Y luego está Sabina, el irreverente. El que nos llevó Por el bulevar de los sueños rotos a buscar pedazos de nosotros mismos en cada esquina. Con él aprendí que el humor puede ser un salvavidas, que las derrotas se digieren mejor con ironía. También que no hace falta tenerlo todo claro para seguir caminando. Yo escribía mucho entonces. Llenaba cuadernos con pensamientos que hoy apenas entiendo, como si necesitara ponerle nombre a lo que sentía. Quizá por eso sus canciones me tocaron tan hondo: le ponían voz a lo que yo solo sentía. Fueron palabras que me dieron permiso para mirar el mundo sin miedo a la emoción. Hoy, cuando los vuelvo a escuchar, me reconozco en pedazos de sus versos. En un estribillo de Serrat que me recuerda de dónde vengo, en una palabra de Aute que me devuelve la calma, en una frase de Sabina que me arranca una sonrisa incluso en los días grises. Sus canciones echaron raíces en mí y siguen ahí, sosteniéndome cuando el mundo hace ruido. Con su permiso -el de los tres-, sigo volviendo a ellos. Porque, aunque los escenarios se apaguen, sus canciones siguen siendo refugio.
