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La chochez

La vejez peligra cuando aparece en ella el sexo. Tenemos ejemplos palmarios de lo que digo, aunque desde siempre ha existido el llamado viejo verde, que es una versión cañí del anciano despendolado, vencida su voluntad por el deseo. La edad provecta es bueno saberla llevar con dignidad y hemos conocido antecedentes de lo contrario. Mario Vargas Llosa murió probablemente afectado por alguna tortilla de viagra, porque nadie cree que su relación con la Preysler le haya hecho bien, a sus años. Es preciso medir el turbo y la China –apelativo cariñoso con el que se conoce a la antigua señora de Iglesias— parece un marine, al lado de Vargas, que el pobre se encontraba más próximo al aspecto de un sargento de los Regulares de Ceuta, jubilado años ha. También ha confesado su osadía nuestro rey emérito, en el libro que le ha escrito Laurence Debray, calificando de error su relación con Corina Larsen, la mujer que secó a su majestad como una mojama, lo obligó a abdicar y lo mandó a matar a un elefante indefenso y luego a Abu Dabi. La chochez nos llega a los viejos cuando empiezan a aflojarse los tornillos del alma, como si les hubiesen echado coca-cola. Tras la flojetud de esas tuercas se descompensa el eje y la carrocería se amocha. El viejo tiene que asumir, razonablemente, su papel de inspector de obras, abriendo un agujero en la tela verde que, en vano, intenta anular la visión de los curiosos del hoyo húmedo de una obra urbana. Yo a todos los carruchos los nombraría inspectores, con una chapa de guarda jurado y ese cinturón ancho de cuero que cruza el cuerpo y que nadie sabe para qué sirve. Y que informen a la superioridad de cualquier anomalía del cemento. Se caerían menos edificios.

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