La calle

A fuerza de no salir a la calle, ya no sé caminar por la calle. Me trabuco

A fuerza de no salir a la calle, ya no sé caminar por la calle. Me trabuco. Me confunde la gente y me molesta que se me acerquen transeúntes a saludar y que hagan comentarios sobre mí por lo bajo. Me gusta ir a El Corte Inglés, donde ya no hay personas que me acorralan en los pasillos y me ponen la llave del coche en la barriga, y aprietan, para demostrarme lo gordo que estoy. Tengo menos barriga y ya no lo hacen, menos mal. Por la calle me meten unos rollos tremendos, estoy comiendo en algún lado y siempre se acerca uno o una a perturbarme. Me saluda gente que no sé quién es y me colocan unos rollos infames que tampoco sé de qué van. Y eso que estoy jubilado, pero cuando era más joven incluso cargaba fotos mías, que encargué en los Estados Unidos, porque la gente me pedía autógrafos. Y yo los firmaba, como si fuera un artista de Hollywood.

Ya casi no me piden fotos, la verdad, porque todos mis admiradores deben haber muerto de viejos. Ya sólo me admiro yo. Bueno, y una señora sudamericana que pidió hacerse una foto conmigo por fuera de la cafetería de los grandes almacenes citados. Quedaba ella. Yo, en el fondo, soy bastante tímido, aunque lo supla con una gran fuerza de voluntad para no parecerlo. Soy también consciente de que la gente -sobre todo la gente mayor- me conoce, debido a mis actuaciones en los medios de comunicación. El otro día llegué al bingo -fui acompañando a un amigo- y cuando me senté en la mesa una señora se levantó, no sé si porque me vio cara de gafe. Le aseguro que no lo soy, aunque no he cantado un bingo ni una línea en mi vida. En fin, la pequeña fama de provincias, que no sirve para nada. A los de provincias no nos conceden premios nacionales.

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