Un día de locos

Hay días que te levantas de la cama pensando que la que vas a vivir será una jornada plácida. No lo pienses nunca, porque casi siempre sucede al revés

Hay días que te levantas de la cama pensando que la que vas a vivir será una jornada plácida. No lo pienses nunca, porque casi siempre sucede al revés. El viernes, que para mí es el mejor día de la semana, porque es prólogo del sábado, se me agolparon varios temas periodísticos encima de la mesa del despacho. Llegó un momento en que tenía tantos papales junto a mí que me dieron ganas de hacer lo de los brasileños, el día de fin de año: tirarlos todos por la ventana. Me contuve. Y eso que estoy jubilado, aunque yo creo que es verdad eso de que un periodista se jubila formalmente, pero desde que escribas una línea ya sigues siendo periodista. Le pasa lo mismo a los médicos. ¿Qué médico jubilado no receta a un pariente o a un amigo? O a los abogados. ¿Qué abogado no aconseja, aunque sea ad amorem, sobre un asunto que domina. Pues el viernes a mí se me juntó toda la labor del mundo, en una jornada que parecía que no iba a acabar nunca. Por fin, a la una en punto de la madrugada, me puse a escribir este artículo de domingo, pero empecé a escuchar una sirena lejana y dije: “¡Dios, esto no ha terminado!”. Cuando yo trabajaba en cargos de responsabilidad en este mismo periódico, en la noche de los tiempos -era subdirector y miembro del consejo de administración-, me llamaban a mi casa, aunque fuera de madrugada, cada vez que se iba la luz o se averiaba la rotativa. Pero, coño, si yo no era, ni soy, electricista, ni mecánico, ¿en qué podría ayudarles? Vivía cerca y acudía siempre a la llamada. Todavía sueño con esas averías y vago como un fantasma por entre las bobinas de papel, penando.

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