La amenaza y el porvenir

En estos setenta años de paz en Europa que hemos interiorizado sin darle importancia, porque era un hecho habitual, ha habido guerras comerciales, incluso bloques antagónicos y conflictos aislados, sin que la sangre llegara al río entre grandes naciones

En estos setenta años de paz en Europa que hemos interiorizado sin darle importancia, porque era un hecho habitual, ha habido guerras comerciales, incluso bloques antagónicos y conflictos aislados, sin que la sangre llegara al río entre grandes naciones, pero ahora que las reglas de juego se alteran en una era de líderes instalados en la verborrea de la tensión, a algunos en muchas partes nos empieza a preocupar la escalada de violencia que no cesa. La amenaza latente de guerra, incluso nuclear, que subyace bajo los avisos del gran fanfarrón al niño malo de Corea del Norte, parece la historieta de una novela gráfica de matones de barrio al borde de una reyerta de estiladeras, como las pandillas de mi época enfrentadas en el Barranco de Santos. Son ganas. Y esta deriva hacia el caos, en manos de quienes estamos, contempla esa herética tentadora de cruzar la raya y apretar el botón. Crecimos espantados por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki lanzadas por Truman como antidiós de los cielos sobre Japón hace casi 72 años, en la gran ignominia de la Segunda Guerra Mundial. Era el peor siglo de la historia, nos parecía, porque no conocíamos todavía cómo se las gasta el futuro, que es esto que ahora somos.

John Lennon y Yoko Ono hicieron sus encamadas por la paz contra la guerra de Vietnam cuando se casaron tumultuariamente -incapaces de una vida de iconos desapercibidos-: daban conferencias de prensa entre sábanas en las suites de los hoteles, cantaban himnos a la paz y convertían aquel happening entre ocurrente y simplón en un adelanto de los hábitos de protesta posteriores. A los Beatles les debemos las canciones y las salidas de pata de banco que crearon escuela cuando era impensable el frankenstein de Internet fuera de control en las tranquilas ciudades, en busca de las alegres galas del verano. Ya están los rusos, los chinos y los americanos librando los votos cibernéticos en las urnas virtuales de unos países contra otros. De ahí que Trump, uno de los hijos megalómanos de este nuevo orden mundial contrahecho, elija al enemigo fácil en un gordito norcoreano temible con cara de bebé que juega a explotar misiles, para una guerra nuclear bilateral sin más dilación, al cumplir cien días tediosos en la Casa Blanca. Estamos asistiendo, sin dar crédito, a los prolegómenos de una barbaridad que habíamos anatematizado, incluso ante el terror fundamentalista (la innombrable guerra nuclear), con los anuncios del presidente de los EE.UU. de que algo malo va a suceder si China no evita “el caos y la muerte”. Lo grave es que esta vez se puede liar, porque no estamos ante líderes que obran con nuestra lógica de comprensión, ni con la de quienes dirigieron el mundo hasta Obama el otro día. Trump se aburre; lo ha dicho en el balance de estos tres tristes meses de rehén del despacho oval firmando decretos inútiles, y le está cogiendo el gusto a hacer y “ganar” guerras, desde que bombardeó Siria mientras saboreaba una tarta de chocolate.

Todos temen que anhele ese bautizo de guerra con que estampar su nombre de caligrafía hirsuta en el libro de firmas del siglo XXI, que finalmente no era un siglo de paz. Una vez apretado el botón, el mundo entraría en un estado de shock. ¿Se cumplió el ciclo de la paz de Europa con la Gran Recesión? ¿Fue ese el final de una era que nos prometimos felices, un mundo de canciones y paseos por el jardín? ¿Y ahora qué? La crisis duró casi matemáticamente diez años, lo bastante para que no volviera a crecer la hierba en una larga temporada. Sobre este suelo devastado no han surgido las mejores señales, sino las peores. Ni las mejores ideas, sino las peores. Ni los mejores líderes, sino los peores con las peores intenciones. No es, desde luego, el mejor escenario para hacer planes de futuro. Pero es la época que nos toca vivir, y con estos bueyes debemos arar. Vivimos sobre un volcán, o sea que las islas son un pequeño esbozo de lo que es en realidad el mundo ahora mismo. Ha habido períodos anteriores también inestables con olor a pólvora a causa de dirigentes demenciados que exhibía su fuerza bruta. Está en la memoria de todos lo que sucedió. ¿Qué pasa ahora? Lo terrible es que nuestra civilización ha perdido los sueños que movían la psique del mundo y estimulaba toda una filosofía de poetas y pensadores, gente necesaria para sembrar ideales.

El drama presente es que ha cesado ese élan vital, el impulso creador. Es el crepúsculo de las ideologías, los partidos y los países. Cayó la bomba económica en 2007 y no paró de hacer estragos hasta este 2017, y al marcharse sus efectos -lo están haciendo, casi los vemos irse ya de espalda-, hemos girado la cabeza y vemos las ruinas del mundo que habíamos concebido. O sea que ahora todo va a ser nuevo. Europa va a ser distinta y otra, tras haber impuesto aquella austeridad extrema que destruyó empleo y confianza en ella misma. Todo esto se veía venir, pero los dirigentes no lo impidieron, y a trancas y barrancas ahora hay que salir como sea del escenario de apocalipsis que quedó extendido como un manto de secuelas de esa plaga. Es posible que este sea un corto período de entre caos y algo haga que renazcan los destellos de un mundo mejor con mejores líderes y profetas, y que estemos asistiendo a la mayor y mejor transformación de una sociedad que saque los mejores avances tecnológicos de sí misma.

Pienso en esta generación de Zuckerberg y su algoritmo contra las falacias, y en la agenda social de Europa y en los nuevos ideales juveniles que promueven hazañas solidarias inéditas, y en la inmersión de la mujer en todas las facetas donde se labra el futuro que antes se hizo sin ella. Quizá, quizá…, necesito querer, creer que será así.

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