La entrañable librería de mi tío

El modesto librero llevaba una vida rutinaria, iba todos los días –ida y vuelta- de la calle San Martín a la del Castillo esquina con Suárez Guerra. Algo de templos tienen las librerías. Había un púlpito, un altar imaginario para las grandes novedades editoriales, una apariencia general de retablo de libros, y el techo alto simulaba la cúpula de un baldaquino.

El modesto librero llevaba una vida rutinaria, iba todos los días –ida y vuelta- de la calle San Martín a la del Castillo esquina con Suárez Guerra. Algo de templos tienen las librerías. Había un púlpito, un altar imaginario para las grandes novedades editoriales, una apariencia general de retablo de libros, y el techo alto simulaba la cúpula de un baldaquino. Yo entraba de niño en La Prensa, la entrañable librería de mi tío Paco, como si lo hiciera sigiloso en una catedral o apenas una ermita, y había un recogimiento de oración literaria bajo el ábside del tierno recinto que competía con la joyería de al lado ofertando, a su modo, materiales preciosos. Ahí fue donde me hice beato de libros. Mi tío era ateo. Barítono, nadaba y guardaba la ropa, de izquierdas, hijo único de alcalde masón, Francisco Martínez Viera.

En la Librería La Prensa descubrí los libros clandestinos de Ruedo Ibérico que él escondía debajo de la caja registradora para clientes confidenciales. Y las primeras novelas del boom latinoamericano, cuando García Márquez, Vargas Llosa o Carlos Fuentes, Rulfo, Donoso (o el más veterano, Carpentier, y lo real maravilloso) eran nombres emergentes que asomaban con obras prometedoras. Tenían en común que mostraban orgullo de sus temas, sus calles, su jerga, sus incas y mayas.

Cuando cruzó el charco y vino a la isla tras los pasos del hermano Pedro, Miguel Ángel Asturias, el Nobel guatemalteco, no me era desconocido, pero mi lectura apresurada de aquel aluvión de autores tan interesantes me impidió, por ejemplo, conversar acerca del guanche con el hombre de maíz que traía al maya en el equipaje de despedida, camino de la muerte en Madrid. El guanche como asunto y trasunto literario de la novela contemporánea acaso empieza y acaba en Juan Manuel García Ramos, que lo acompañó en su destierro de Venecia y lo ha puesto ahora en el centro punzante de una polémica que disgusta, el museo de la colonización, porque hemos acomodado nuestro estatus hispánico y europeo a la desidia de sepultar esos malos recuerdos y, reacios a la historia, vivir en un confortable olvido. Como Asturias respecto a su indígena centroamericano, conviene reivindicar la mitología y la antropología del nuestro, a riesgo de abrir una polémica de salón sobre los paños de la Conquista y la entrega de la princesa que adornan el Parlamento.

Ahora el libro como estrella ocupa su plató de abril y el estand callejero de la venta rápida, como en los autobares de food trucks de Las Teresitas, confronta con el concepto de librería de mi tío, de toda la vida, donde las viejas parroquias se cierran, como La Isla de la calle del Castillo -que resiste en Imeldo Serís-. Pero la fiesta del chibolo -así llaman a los chiquillos en Perú-, del autor novel que nos trae su ración precoz y se empadrona en la nueva literatura canaria con la profusión de la generación 21, por ejemplo, impulsa, de rebote, a la librería tradicional como el día de la madre al comercio, y son las pymes del libro las viejas ventas de barrio, donde no había mejores bocadillos de carne de ave que los de don Eliseo en Duggi con Álvarez de Lugo, ni libros candentes que acunar con las manos como los de mi tío en La Prensa.

Así supe un día que había nacido un boom de narrativa canaria en los 70, de la mano de los Juan Cruz Ruiz (Crónica de la nada hecha pedazos), Juan Manuel García Ramos, Fernando Delgado, Víctor Ramírez, Luis León Barreto, Luis Alemany, J. J. Armas Marcelo, Alberto Omar y Juan Pedro Castañeda. En la acera honorable de la calle del Castillo, donde mi tío Paco Martínez del Rosario apilaba las novedades editoriales que despuntaban, aquellos autores locales medían sus fuerzas con el boom de América y Miguel Delibes, con algún anglosajón y Cela o Ignacio Aldecoa, que apenas vivió 44 años y murió cuando los jóvenes cachorros de las islas aparecían en escena. Él mismo los habría acompañado en su condición de autor peninsular de Cuaderno de godo –su periplo canario- o de ermitaño insular de La Graciosa, donde firmó su despedida, Parte de una historia. Esa obra reclamaba al escritor canario, en plena disputa entre locus y universalis, que prestara más atención a sus localizaciones interiores y mitos vecinales, ese “autodescubrimiento”, como dice Daniel María.

Una de aquellas tardes ceremoniales en que acompañaba a mi tío a la librería tras el almuerzo familiar en la casa de flores de San Martín, lo vi sacar de una caja un libro nuevo que exhibía con jactancia en la repisa de la puerta superior. Era Mararía, la novela que iba a dar mayor gloria a Rafael Arozarena, el autor elegido para el día de las letras canarias en esta edición de 2017. Acababa de quedar finalista del Premio Noguer en Barcelona, que era entonces una anomalía inaudita para un autor periférico por antonomasia como el canario. Pronto asistimos a cierto totum revolutum de fetasianos conviviendo con el chorro fresco de los setenta y, de regreso, aun siendo jóvenes, con novelistas-periodistas como Alfonso García Ramos, Emilio Sánchez Ortiz, Elfidio Alonso… Años de destellos. Hasta la reciente saga de los 21. Yo rebuscaba a los autores canarios que se desinhibían entre las montañas de libros nacionales que depositaba mi tío sobre el mostrador abarrotado. Mataba el gusanillo que contraje a su lado. Ahora, cuando me cruzo por la calle con Ánghel Morales, que anudó a sus 21 autores en ediciones Idea y Aguere, pienso en aquel hombre discreto y culto, mi tío, cuando abríamos las puertas de la librería y él sacaba las novedades de la cantera para presumir en el escaparate.

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