tribuna

Vargas Llosa/García Márquez, la trompada

En el hall de un teatro, en México, antes del pase privado de una película con guion de Vargas Llosa, Sobrevivientes de los Andes, García Márquez fue al encuentro del amigo con los brazos abiertos, y Vargas Llosa lo recibió con el puño cerrado en pleno rostro

Santiago Toste fue el primero en la redacción en caer en la cuenta. Se cumplían 50 años de la edición y sacudida sísmica que produjo en el ámbito literario Cien años de soledad. Y entonces hilvanó la amplia reseña que publicó este periódico, allá por abril, sobre el alumbramiento de la mejor novela latinoamericana hasta hoy. El hallazgo inolvidable de ese libro total y la amistad paralela con su autor han sido objeto estos días en El Escorial de un homenaje inesperado en primera persona de Mario Vargas Llosa a la memoria del escritor colombiano fallecido, con el que no se habló durante 40 años tras haber sido uña y carne. García Márquez fue una especie de dios literario terrenal para el autor peruano y, a su vez, la encarnación de un mito caído por los suelos de un puñetazo que él mismo le pegó.

En el hall de un teatro, en México, antes del pase privado de una película con guion de Vargas Llosa, Sobrevivientes de los Andes, García Márquez fue al encuentro del amigo con los brazos abiertos, y Vargas Llosa lo recibió con el puño cerrado en pleno rostro y un reproche lacónico que puso fin a la amistad entre ambos para siempre. La escritora mexicana Elena Poniatowska me relató el incidente con todo detalle, durante una cena en Santa Cruz. “Le apliqué un bistec en la cara para que no se le hinchara y lo consolé como pude, pero era evidente que los dos sabían el porqué de aquella escena.” Sin embargo, durante las cuatro décadas siguientes ninguno reveló la causa. Y sus biógrafos mejor informados apenas acertaron a repetir la primera impresión del cronista de la agencia Efe aquel 12 de febrero de 1976, tras el suceso: “El móvil de la pelea no podía ser para menos: las faldas”.

A Vargas Llosa le incomodó siempre que le tocaran el tema, y a García Márquez tampoco nadie le sacó una palabra sobre el incidente. Uno y otro parecían haber convenido enterrar el filete de su disputa en un pacto de silencio definitivo. Poniatowska suponía, como Dasso Saldívar –autor de El viaje de la semilla sobre el máximo exponente del realismo mágico- que la solitaria de los celos desató la ira de Vargas Llosa y aquella trompada -como decimos aquí- era la respuesta sin paliativos.

Han pasado muchos años y el único que vive de los dos sigue sin soltar prenda, pero le recuerda con cariño. “Era locuaz y divertido”, lo describió esta semana el peruano en su entrevista pública con el ensayista colombiano Carlos Granés, en el curso de la Complutense sobre las bodas de oro de Cien años de soledad, en Madrid, y cuando asomó el desastre de aquella ruptura tajante en México, Vargas Llosa retomó su rol en el secreto: “Estamos entrando en terrenos peligrosos, creo que es el momento de poner fin a esta conversación”, anunció.

A Carlos Fuentes se lo llevó la muerte poco antes que a García Márquez sin lograr el objetivo que se había trazado: reconciliar a los dos amigos de una especie de divorcio universal, del que todo el mundo hablaba por tratarse de dos genios de las letras cuya amistad había sido tan apasionada como un amor de verdad, cuyo destino maldito fuera el de un jarrón de soissons. Fuentes, que venía a Tenerife invitado por Jesús de Polanco, y era parte de un triunvirato que lideraba el boom latinoamericano, quería en verdad restablecer aquella mesa de tres patas que se había roto. En la foto en blanco y negro en que están Vargas Llosa, él y García Márquez, además de José Donoso, eran jóvenes y célebres, y les aguardaba toda una vida de éxito con las musas y las mujeres. Escritores mujeriegos y prodigiosos pariendo libros tocados por una inspiración proverbial. Cuenta ahora Vargas Llosa, al romper su silencio, a su modo, sobre el amigo imposible, que García Márquez tenía un don intuitivo para repartir adjetivos y adverbios, y que no era capaz de conceptualizar la naturaleza poderosa de su magia al escribir. Cuando se conocieron en el aeropuerto de Maiquetía, en Caracas, en 1967 (el 1 de agosto hará medio siglo), de noche, llevaban tiempo escribiéndose cartas en una suerte de idilio literario. Vargas Llosa, que iba a escribir el mejor estudio sobre el colombiano, Historia de un deicidio, con el que se doctoró en Filosofía y Letras, leyó entonces, recién salida de la imprenta, la novela que lo deslumbró: Cien años de soledad. Fue ese año, 1967, el de la novela y la amistad legendaria de ambos. Hace ahora, por tanto, 50 años que Varguitas y Gabo -dos hipocorísticos que nos resultan tan familiares- se conocieron hasta tocar fondo; se mudaron a vivir a la Barcelona de la Gauche Divine con esposas e hijos, escribían y estaban todo el tiempo juntos.

En una travesía de vuelta a Lima, Vargas Llosa se enamora de una azafata sueca y se va a vivir una aventura con ella en Estocolmo. Cuando vuelve con su prima Patricia -su mujer-, ella no le acoge sin antes devolverle el golpe bajo con una confesión. Si la versión más extendida es la cierta, García Márquez se le había insinuado o cruzó la raya cuando Patricia se refugió entre los amigos de Barcelona para pasar el maltrago de la infidelidad. “¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia!”. Elena Poniatowska no supo precisarme si, en realidad, Vargas le dijo hiciste o dijiste en aquella velada del Palacio de Bellas Artes de México que acabó como el rosario de la aurora con el ojo izquierdo del colombiano a la virulé. Plinio Apuleyo (el autor de El olor de la guayaba, tan recomendable), que perduró en la amistad con el colombiano, sostiene que el día que este llevó a Patricia al aeropuerto en Barcelona para regresar a Perú, ella perdió el avión.

Durante una cena en el sur de Tenerife, donde recibió el premio Son Latinos, Vargas Llosa y Patricia nos parecían una pareja indestructible, que había sorteado baches del calado de la amante del barco y quizá del amigo desleal. Nada hacía presagiar que, pocos años después, Vargas Llosa haría pública su relación con Isabel Preysler y rompería los lazos con Patricia definitivamente en 2016. Ni estaba sobre la mesa la guadaña que segaría pronto las vidas de García Márquez y Carlos Fuentes, testigos ausentes de esa nueva vuelta rocambolesca de tuerca en la agitada vida del autor de La fiesta del chivo. Ni Vargas Llosa había recibido aún el Nobel, para que un ajuste de cuentas cancelara todas las deudas entre él y García Márquez, y la reconciliación fuera póstuma para uno de los dos.

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