al fin es lunes

Mi fracaso como militar

Mi buen amigo Carmelo, a la sazón director de este periódico, se halla empeñado en que yo revele una parte muy oculta de mi biografía

Mi buen amigo Carmelo, a la sazón director de este periódico, se halla empeñado en que yo revele una parte muy oculta de mi biografía: cuando además de ser soldado del Ejército español, ¡en tiempos de Franco!, quise ser militar, llegar a teniente, ocupar el cargo, por ejemplo, de Capitán General de Canarias…

-Muchacho, ¿y cómo se te ocurrió eso?

-Por aburrimiento, le respondí a Carmelo.

Mi padre estaba destinado en Galicia, como médico militar (luego estuvo en Tenerife, de ahí viene esta relación con los Rivero, que vivían cerca del Hospital Militar, en Duggi). Cuando acabó su tiempo allí y yo estaba a punto de ingresar en la universidad, a mi padre lo destinaron a La Coruña y allí estuvieron él y mi madre durante algunos años. Yo estudiaba para ser marino, y me aburría tanto con aquellos estudios de secano (íbamos al mar de pascuas a ramos), que le dije a mi padre que me cambiaba de carrera.

-¿Y qué vas a hacer en La Coruña que no sea marinero?

-Puedo ser, le dije, lo que tú: médico y militar.

-Yo te aconsejo que seas una cosa o la otra. Hazte militar.

Él sabía por qué lo decía. Y yo me imagino por qué era. Como médico no tenía descanso: le buscaban los parientes de los oficiales y de los soldados en los días libres, estaba siempre oficiando de médico. Y como militar tan solo hubiera sido mucho más feliz: dedicado a comprobar albaranes, poniendo en orden los oficios, y mandando mucho.

-Como militar se manda mucho, me dijo. Y a ti te gusta mucho mandar.

Eso era cierto. Yo era mandón, en casa y fuera de casa; dominaba a mis amigos, los conminaba a obedecer; con levantar una ceja ya sabían ellos qué podía agradarme o desagradarme, y los tenía siempre a mi alrededor, obedeciendo.

Ese carácter, creía mi padre, me podía llevar a la milicia, pues mi modo de ser era más militar que el suyo y la vida me podría dar muchas oportunidades como ser dominante.

Luego vino la cruda realidad: había que examinarse, y no puedes comprar la voluntad de los profesores; los militares son rutinarios y austeros, no se detienen a hacerte el gusto ni a darte conversación, ni puedes seducirlos con otra cosa que con el comportamiento marcial que ellos se exigen a sí mismos.

Así que estuve un año allí, me fui con tanta rabia como vergüenza y es raro que alguno de mis amigos de entonces sepa algo de aquella aventura que Carmelo me ha obligado que cuente ahora en su periódico.

Para pasar aquel trago de mi fracaso como soldado, mi padre me envió a Tenerife; allí me hice amigo, por ejemplo, de la familia Rivero, que me acogió en su casa por el pasado de su amistad con mis padres; Carmelo me contagió la manía del periodismo y desde entonces, aunque no me pague un duro, ejercí el oficio en muchos lugares del mundo y desde donde estoy le escribo cartas. Como ahora desde Miami.

Un día, cuando él se hizo cargo del periódico, me dijo:

-Mira, muchacho, ¿y por qué no conviertes las cartas en colaboraciones para el periódico?

Aquello fue un domingo, me acuerdo; por eso estas cartas (se le ocurrió a él) se titulan genéricamente Al fin es lunes. Hay amigos que se preguntan si no serán cartas escritas por el propio Carmelo Rivero. Pues no, son mías, pero de algún modo me las dicta él.

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