en la frontera

El poder público

El poder público es, en una acepción clásica, el medio que tiene el Estado para hacer presente el bien de todos

El poder público es, en una acepción clásica, el medio que tiene el Estado para hacer presente el bien de todos. Por tanto, en sí mismo, tiene una clara dimensión relacional y se fundamenta en su función de hacer posibles los presupuestos para el pleno desarrollo del ser humano. El fundamento jurídico del poder público reside en la constitución natural del orden colectivo necesario para el cumplimiento de las funciones sociales fundamentales. Dicho orden, y por tanto su autoridad, se funda en la naturaleza del hombre. Así se entiende perfectamente que el poder político se encuentra subordinado al bien de todos.

Resulta en este sentido revelador recordar que el poder público se encuentra acompañado de un conjunto de facultades jurídicas especiales, que podríamos calificar de supremacía. Sí, de supremacía o de superioridad en la medida en que se dirigen a la consecución del bien de todos, del bien de toda la comunidad. Por eso, las personas que ejercen poderes públicos deben tener claro, muy claro, que dichos poderes se justifican en la medida que se utilicen al servicio del bien común.
Como dice un proverbio chino, el poder es el mayor enemigo de su dueño. El poder permite hacer grandes cosas por la colectividad pues, como sentenció Shakespeare, “los hombres poderosos tienen manos que alcanzan lejos”. En efecto, el poder encierra una gran capacidad para mejorar la parcela de la realidad sobre la que se realiza. Al mismo tiempo, la historia nos enseña lo fácil y relativamente sencillo que es utilizar el poder sin moderación, sin equilibrio, sin sensibilidad social, sencillamente para conservar y mantener el poder como sea.
Decía Pitaco con sabiduría “¿queréis conocer a un hombre?: revestidle de poder”. Qué gran verdad. Cuántas personas se transforman al segundo día de haber asumido el poder. Por eso es menester tener las ideas bien claras y un firme compromiso de servicio público. De lo contrario, se cumplirá lo que enseñaba el viejo Herodoto: “dad poder al hombre más virtuoso que exista, pronto le veréis cambiar de actitud”. Es decir, el poder sin moderación, sin temple, sin talento, conduce inexorablemente al abuso y a la tiranía; en todo caso, a la consolidación de hábitos autoritarios hoy bien presentes, en cantidad y calidad, a pesar de vivir en un régimen político de pesos y contrapesos que preconiza, que ironía, la fragmentación y la limitación del poder como regla general.

Son bien famosas las palabras de Lord Acton de su carta al obispo Mandell Creighton el 5 de abril de 1887: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Una de dos, el poder, o se usa para alcanzar el bien general de los ciudadanos, o se usa, más o menos disimuladamente, para el propio bienestar o el de la familia o grupo de que se trate. Además, en el proceloso mundo del poder, existen grandes ocasiones para el enriquecimiento personal y para forjarse una imagen determinada, pues como escribió Revel “la primera de todas las fuerzas que dirige el mundo es la mentira”.

Sí, la corrupción es, sencillamente, la desnaturalización del poder, utilizar el poder para al margen su fin propio: servir con objetividad a los intereses generales: para ganar dinero, para dominar a las personas, para excluir, etc. Hoy, como sabemos, la corrupción está muy presente, demasiado, tanto en la política, en la empresa, en la universidad, en la familia, en la vida social y cultural. Desterrarla no es difícil, simplemente hace falta un compromiso sostenido en el tiempo en cuya virtud el poder debe ser en todo momento y circunstancia un magnífico medio para la mejora de las condiciones de vida de las personas. Algo de lo que mucho se habla y se escribe, pero que poco se practica. Ni más ni menos.

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