tribuna

La Junta de Canarias nació disjunta

La preautonomía, hace hoy 40 años, fue un parto de los montes. Los padres del contrato eran jefes de banderías irreconciliables entre Tenerife y Gran Canaria (Las Palmas, como siempre se dijo erróneamente) y entre ideologías de nuevo cuño no necesariamente provinciales. En aquel falansterio de partidos nuevos y viejos que acababan de saltar al ruedo a ganarse el voto -las primeras elecciones habían sido en junio del 77-, la Unión de Centro Democrático (UCD), el buque insignia de Suárez, llevaba apenas unos meses en el poder en la recién estrenada democracia en el filo de la navaja. Las Islas miraban de lejos aquel proceso de cambios vertiginosos. Venían de ser las cenicientas de una dictadura hipercentralista, en unos años demográficos desbocados (la población ascendía al millón y medio de personas), porque las familias traían más hijos al mundo -el baby boom de los hospitales, donde era más seguro dar a luz que en el hogar- y era mayor la esperanza de vida (75 años las mujeres, 70 los hombres) y, de una manera natural, los niños y adolescentes ayudábamos económicamente en casa mediante trabajos remunerados bajo cierta informalidad. Había carencia de muchas cosas; faltaban colegios y la tasa de analfabetismo era considerable. Cuando España se quitó los complejos y se puso a votar tras una corta transición de año y medio que dejó atrás la era de Franco, muerto en noviembre de 1975, al Archipiélago llegaron los nuevos aires de autonomía y libertad, y no hubo mayores contratiempos, salvo el consabido remanente de rivalidades tribales entre las dos islas mayores, en pleno apogeo tras todo un siglo XIX de hegemonía tinerfeña (más bien, santacrucera), apenas atemperado por la división provincial de Primo de Rivera en 1927. Somos hijos de esa escisión traumática en dos mitades forzadas e inexactas y de siglos enteros de solipsismo de cada isla encerrada en sí misma desde los tiempos de la Conquista.
Alfonso Soriano y Benítez de Lugo, diputado tinerfeño en las Cortes constituyentes, jurista y exalto funcionario ministerial, se levantó la mañana del 14 de abril de 1978, hace hoy 40 años, como si se dirigiera a un embarcadero en misión clandestina. Los diputados, senadores y presidentes de cabildos se habían citado en la parte más solitaria de Tenerife, el Parador de Las Cañadas del Teide, tras haber descartado hacerlo a bordo de un barco cuando lucubraban soluciones imaginativas para no herir ninguna susceptibilidad entre las dos islas mayores. Iba al encuentro de los demás políticos llegados de las distintas islas a fundar la autonomía de que hoy gozamos, pero no solo a eso. Iba a una guerra de nervios entre islas e ideologías ofuscadas cuando aún la pluralidad democrática era novedosa e inexperta. Y así fue. Lo elegirían a él presidente de la llamada Junta de Canarias (preautonómica) y pasaría a la historia como el primer mencey regional, pero el acontecimiento no dejaba de celebrarse en el lugar telúrico que adoptó el surrealismo tras la visita al Teide de André Breton cuatro décadas antes que el cónclave preautonómico. Fue una convocatoria, en efecto, explosiva y hasta cierto punto surrealista en un castillo estrellado, como tituló su memorial de la visita a la isla el escritor francés amigo de Óscar Domínguez.

Los próceres neófitos de la autonomía se emplazaron en el Teide para, teóricamente, cerrar filas, pero hicieron todo lo contrario: rompieron la baraja. No era un simulacro de división, era una ruptura en toda regla de la idea de unidad que tardó en arraigar, o que lo hizo a contrapelo, con desganas y cadáveres por el camino. Los liberales y los socialdemócratas de UCD eran como el aceite y el vinagre, no se fiaban los unos de los otros (como los canarios), cuando todavía Suárez no sabía que su saturno lo iba a devorar a él mismo. A la hora de votar la composición de la Junta de Canarias lo hicieron físicamente sobre un volcán que explotó por los aires. Fernando Bergasa, un ingeniero grancanario socialdemócrata de UCD, que no cejaría hasta encaramarse más tarde a la poltrona de la institución nodriza, le hizo la vida imposible a Soriano con la complicidad de Madrid en un pulso premonitorio del marchamo de una tierra condenada a sacudirse de encima la maldita pulsión fratricida.

Soriano subió al Teide prevenido por su jefe de filas, Antonio Garrigues Walker -el Kennedy español-, de que Suárez había apostado por Bergasa y lo conveniente era quitarse de en medio. Pero no desistió, porque la prensa de Tenerife lo habría crujido -según propia confesión- y contó con la alianza encubierta de Jerónimo Saavedra, en un matrimonio sibilino de liberales y socialistas y no de chicharreros contra canariones en sentido estricto. Olarte, en las entretelas de la urdimbre de Las Cañadas, tutelaba desde la Moncloa al susodicho Bergasa. Soriano era un outsider liberal, lo que a Franco sonaba a masón, que había suscrito antes un manifiesto de 500 firmantes postulando la apertura democrática, y el dictador lo puso en la lista negra.

El 14 de abril de hace 40 años era una fecha republicana, ya sin Franco, y con rey: el rey Juan Carlos. Y era cuestión de hacer historia sobre los restos del régimen sepultado. Las crónicas cuentan la rebelión de Rubens Henríquez, el famoso arquitecto, del propio Bergasa, de José Miguel Bravo de Laguna y José Carlos Mauricio, entre otros en el aquelarre contra Soriano. Una de las maldades de aquel teatrillo de odios provincianos fue que el grupo derrotado se malquistó con el senador real Antonio González y trató de que el químico candidato al Nobel se apeara de la Junta. Había, por suerte, otras voces que evitaron que nadie fuera lanzado por la borda, como Galván Bello, Alberto de Armas o María Dolores Pelayo. El profesor González no se fue y la Junta nació como pudo, a tenor del volcán. Canarias, sin las espaldas ya en el Sahara mal descolonizado y todavía sin que hubiera llegado Europa, descorchó la preautonomía con sus ángeles y demonios en el infierno aborigen de nuestros mitos ancestrales. A la vuelta de 40 años, es evidente que, salvo conatos esporádicos, el pleito insular permanece dormido como el Teide.

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