opinión

Las rusas en la calle del Castillo

Carmelo quiere saber cuál fue mi primer contacto con Rusia, ahora que estoy aquí y él no tiene otra cosa que preguntarme

Carmelo quiere saber cuál fue mi primer contacto con Rusia, ahora que estoy aquí y él no tiene otra cosa que preguntarme.
Mi primer contacto con Rusia fue Fedor Dostoievski. Una literatura familia y difícil, llena de revoluciones anímicas que me hicieron un hombre ensimismado, capaz de sentir que lo que pasaba en la estepa estaba pasando también en mi alma de adolescente canario trasplantado a Venezuela.

Después fui descubriendo a Tolstoi, majestuoso y duro, a Pushkin, hasta llegar a Soshenytsin, al que vi una vez en Madrid, recién desaparecido Franco, cuando la sociedad literaria española consideraba que era un vendido al régimen occidental, cuando en realidad era un pobre hombre inutilizado para la historia, como Pasternak o como Mamdelstam, por la despiadada burla que el estalinismo hizo de la libertad de las personas.

Eso le dije a Carmelo; pero él quería algo más cercano. ¿Cuál fue, me dijo, tu primera relación con Rusia como periodista? Ah, acabáramos. Él debe acordarse lejanamente porque en aquella época, cuando yo colaboraba en La Tarde de don Víctor Zurita, él ya hacía algunos pinitos como redactor adolescente y anónimo de varios medios a la vez. Y él mismo me acompañó, por las calles de Santa Cruz, en aquella mi primera incursión en campo ruso como periodista.
Fue que aparecieron por Santa Cruz varios barcos rusos, de pasaje, que hacían parada en Tenerife y en Gran Canaria. Y Alfonso García-Ramos, que era nuestro redactor jefe, quiso que supiéramos cómo eran aquellas tripulaciones. Resultó que aquellas tripulaciones eran mayormente femeninas. Y Carmelo mismo me ayudó a trasladarlas a las tiendas de los indios de la calle del Castillo, arriba y abajo. Creo que luego él me ayudó a escribir el reportaje. Ya apuntaba maneras…, no sólo para el periodismo, sino también para el ruso.

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