en la frontera

Ética y democracia

La democracia, fundada en la limitación y en la fragmentación del poder, hoy presenta serios problemas que están propiciando en diversas latitudes el advenimiento de un peligroso autoritarismo y personalismo que acredita una inquietante concentración del poder

La democracia, fundada en la limitación y en la fragmentación del poder, hoy presenta serios problemas que están propiciando en diversas latitudes el advenimiento de un peligroso autoritarismo y personalismo que acredita una inquietante concentración del poder.

Efectivamente, se trata de mejorar el sistema político, porque se han detectado quiebras, y no pequeñas, en su funcionamiento. En el fondo, pienso que esta crisis por la que atraviesa la democracia como régimen y como forma de vida parte de la necesidad de recuperar sus señas de identidad: la efectiva participación de los ciudadanos en los asuntos públicos y el control real sobre quienes gobiernan y toman las decisiones.

En este ambiente, aparece una peligrosa identificación entre intereses públicos y privados o de grupo, con las funestas consecuencias que todos, más o menos impasibles, estamos contemplando. Otro elemento de este pesimista diagnóstico es la falta de configuración de la persona como centro del sistema y la pérdida de la referencia, básica, de la democracia como sendero que debe promover las condiciones necesarias para el pleno desarrollo del ser humano y para el libre y solidario ejercicio de sus derechos fundamentales. No hace mucho tiempo tiempo Edgar Pisani escribía que “sabemos que la democracia, tal y como hoy la vivimos (…) llevará al poder a hombres y mujeres cuya principal calidad no será precisamente la excelencia, sino la mediocridad (…) Estamos lejos de aquello que constituía la ambición de las democracias nacientes: que la elección de todos distinguiera al mejor de todos”. Así es y así lo registrará la historia. En efecto, en estos años, como consecuencia del ascenso de la mediocridad y de la banalización creciente de la corrupción, se ha ido agostando una de las principales funciones de la democracia: dar sentido a las cosas haciendo a cada hombre responsable más allá de los estrechos límites de un horizonte cotidiano.

En este contexto, la democracia moderna, como hija de la fe en la razón propia de la época de la Ilustración, invita a que la racionalidad presida la discusión de los asuntos públicos. Discusión que, lógicamente, debería orientarse hacia los fundamentos más racionales independientemente de las posiciones partidistas. Sin embargo, hoy la razón brilla por su ausencia en los debates políticos, porque lo relevante es atacar como sea al adversario y, de ninguna manera, aunque la tenga, conceder como razonable alguna de sus propuestas.

Hoy, en estos tiempos del llamado posmodernismo, es necesario potenciar la civilidad, la vida intelectual y la honradez moral. Porque, sin valores, falla el fundamento de la democracia y se fomenta una cultura consumista que anima a los ciudadanos, más que a preocuparse a ser personas libres y responsables, a entretenerse en el mundo del individualismo insolidario.

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