tribuna

Cuando Borrell vino a pacificar las islas

Todo este tiempo -casi 30 años-Borrell ha estado presente en el imaginario político colectivo de esta comunidad

Todo este tiempo -casi 30 años-Borrell ha estado presente en el imaginario político colectivo de esta comunidad. Pues resultan inolvidables la escena, el conflicto y los personajes. Canarias tenía un consejero de Hacienda de Primera División, con templanza y currículum. Era una confluencia de estirpes de la política española: una suerte de Fraga y Fuentes Quintana y de Miguel Boyer, un carácter y una cabeza bien amueblada. José Miguel González era un hombre discreto y crucial en los años 80 y 90 de la autonomía canaria. Tenía un instinto español abstraído en aquel nacionalismo rentista que profesaban los hidalgos de UCD. González no era independentista ni incapaz de parecerlo llegado el caso, idéntico en eso a Olarte. Lo cierto es que ambos protagonizaron el enfrentamiento más directo contra Madrid que se recuerda. Actuaban casi escénicamente, en una impronta de teatro de gestos que era inédita en las islas neófitas de la autonomia. La dupla Olarte y González, a veces guardando secretos al resto de consejeros, declaró la guerra al Gobierno central, y se quedaron tan panchos. Felipe González los tomó en serio y envió entonces a Borrell a pacificar las islas.

El 15 de febrero de 1989 vi llegar por el aeropuerto a un sonriente secretario de Estado de Hacienda cuarentón y seguro de sí mismo. “¿Cómo son de duros Olarte y José Miguel González?”, nos preguntó risueño tomando tierra en el volcán. Olarte acababa de ser elegido presidente tras una conflagración en el pacto de Gobierno, y era hábil y afable si le caías bien; González era el coco del Gobierno. El cerebro y el hombre estricto. Borrell saldría airoso o con el rabo entre las piernas en virtud del grado de empatía que estableciera con González, un político de una pieza. Borrell me trató siempre bien, generoso en las entrevistas, era una fuente confiable durante aquella crisis del islote Perejil de los arbitrios. Fue, creo recordar, una visita de 48 horas in extremis para el Gobierno de España, pues se jugaba el prestigio ante Europa.
Felipe González había estrenado en enero la presidencia europea -en la que entonces se turnaban semestralmente los doce estados miembros- y se topó con el debut de nuestro Puigdemont isleño, Lorenzo Olarte, que invocaba para las islas la condición de Estado Libre Asociado, como Puerto Rico, para asustar a Madrid. Recién elegido presidente tras perder Fernando Fernández la embarazosa cuestión de confianza, desafió al Estado y a Europa negándose a bajar los impuestos de los Cabildos a la entrada de mercancías procedentes del continente, y con ello desató un contencioso bautizado con tintes bélicos: la guerra de los arbitrios, la guerra del desarme arancelario o la guerra del descreste. Era una guerra sin ejércitos, pero Felipe González tenía poca paciencia, como se sabe, y mandó una carta a Olarte, a través del ministro Virgilio Zapatero (secretario del Consejo) amenazándole con aplicar el artículo 155 de la Constitución. Nadie sabía -hoy, en cambio, es un lugar común- qué era eso del artículo 155. Y Olarte tradujo al román paladino el acápite del codicilo: “Nos quieren mandar los tanques de la Constitución”. Felipe González advirtió, como ahora sabemos, sobre el riesgo de suspender la autonomía hasta que se impusiera el recorte fiscal a los Cabildos y España cumpliera con los compromisos contraídos con Europa.

Las díscolas islas aún no estaban gobernadas por un partido nacionalista propiamente dicho, ni siquiera con ese señuelo, como sí después . Aquel era un gobierno de coalición de centro-derecha-regional presidido por el CDS e integrado, a su vez, por las Agrupaciones Independientes de Canarias (AIC), Alianza Popular y Agrupación Herreña Independiente (AHI). Pero el arte de Olarte fue fingir que sí tenía un ejército, un pueblo detrás, cosa muy poco probable, y aquella fanfarronada fue el germen de los futuros 25 años de hegemonía de Coalición Canaria, que no tardó en constituirse con las barreduras de UCD y las fuerzas colindantes como un partido frankenstein, término aplicado ahora a Sánchez. Nunca llegaron a salir los tanques y Madrid pusó unos miles de millones de pesetas, que compensaron las arcas de los Cabildos. En aquellas 48 horas de negociaciones a piñón se concertó una tregua, las partes se retiraron a sus cuarteles y acabaron firmando una declaración de paz que necesitó mil páginas del BOE, según las malas lenguas, con la tabla de la nueva nomenclatura tributaria para las mercancías que importaban las islas de Europa.

Y el secreto del armisticio fue la entente entre González (José Miguel) y Borrell (Josep). Cuando nos volvimos a ver, Borrell confirmó nuestro diagnóstico: José Miguel González era el coco, el cerebro y la auctoritas de un Gobierno regional que novelereaba con viento a favor en la disputa presumida y revoltosa de un archipiélago que, entre bromas y veras, se quería hacer respetar por Madrid tras decenios de centralismo tosco. “Madrid va a saber lo que vale un peine”, espoleaba respingón Olarte en los primeros ensayos de un nacionalismo en el belvedere insular, que, sin ser el bereber de Cubillo, bebía en sus fuentes rebeldes. Borrell serenó el enconamiento y creó las condiciones para que las islas -saliendo de un divorcio de modelos económicos- se integraran plenamente en Europa, pues estaban con un pie dentro y otro fuera y no salían las cuentas.

Hace casi tres décadas de aquella tarascada fiscal que trajo a las islas al actual ministro de Pedro Sánchez. Tiempo después, desayunamos en el Mencey; andaba libre y sin cargo, como un ángel caído en los infiernos del PSOE tras derrotar en primarias a Almunia y dimitir. Pero ha tenido muchas vidas más tarde en una singladura de resurrecciones borrellianas al frente del Parlamento Europeo o ahora del Ministerio de Asuntos Exteriores en medio de esta guerra del procés , que, como en el caso de Canarias, lo llevó a coger la sartén por el mango en los mítines de Cataluña. No me extraña su don de supervivencia; su antepasado Borrel II, hace más de diez siglos, era un tipo cordial como él, más diplomático que militar, que sabía nadar y guardar la ropa entre los poderosos vecinos francos y andalusís. Aquel hombre se metía en el bolsillo hasta al califa cordobés. Su descendiente es, prima facie, el único garante de que Sánchez no se echará al monte.

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