tribuna

El hombre sin cabeza que siguió andando

Las ocho horas que Rajoy pasó atrincherado en un restaurante de Madrid, mientras la oposición lo ponía a caldo en el debate de la moción de censura, fueron decisivas; definieron el futuro político del ya indefectible expresidente, el de su partido y, en buena parte, el de España. En ese local de cierta alcurnia, próximo a la Puerta de Alcalá, donde sirven el mejor atún y carne de vaca rubia de la capital del Reino, el dirigente gallego decidió no dimitir. No cuesta trabajo suponer el sinfín de conversaciones telefónicas que en ese margen tan generoso de tiempo debió de mantener quien consumía las últimas horas de poder y de influencia, tras casi siete años de gobierno y media vida en la cocina de las grandes decisiones políticas de este país. Rajoy, recluido en su Führerbunker particular mientras era bombardeado en ausencia en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo, tuvo necesariamente que hablar con el rey, y el monarca, espantado por la idea de que un cóctel letal de Podemos con los separatistas catalanes y exetarras estuviera a punto de erigirse en valedor de Sánchez en la Moncloa, a buen seguro invocó la inmolación de Rajoy por servicio al Estado y trató de convencerle de que solo su dimisión providencial evitaría un daño irreparable a España y a la Corona.

Cuarenta y ocho horas después de esa clausura poco monástica,todavía hoy sólo podemos especular sobre los extremos del epílogo secreto de una crisis política dirimida en las ocho horas en que Rajoy se borró del mapa. Cabe pensar que el último elefante del PP del poder se resistiera a dimitir por instinto de supervivencia. Habría salido del restaurante a capitular en el Congreso y, tras caer el telón, ya abortada la censura y con las urnas a la vista, el ciudadano Rajoy de a pie sería tan inofensivo como insignificante. Para quien no conoce mejor oficio que la política, que prefirió a la de registrador, el precio era demasiado alto. Ya Rajoy le había llevado la contraria al rey en 2016, cuando la célebre ronda de consultas en que declinó la investidura y Sánchez marró la ocasión. El socialista es la sombra que le persigue desde entonces, cuando se instaló en el “no es no”. Ahora, en cambio, habría sido Rajoy el negador obstinado. No al rey por segunda vez. No es no. Con esta premisa, que es una conjetura tan previsible como Rajoy, solo cabe deducir que el animal político no se da por amortizado. ¿Cuales son, entonces, los planes de Rajoy al no dimitir? ¿Por qué seguir?
En el horizonte de los próximos meses, Sánchez enfrentará graves dificultades para gobernar. En este periódico hemos titulado que dirigirá el gobierno más difícil de la democracia. Cierto que, en alguna medida, Mr. Handsome – señor guapo, en español-, como lo ha bautizado la prensa internacional, recuerda al audaz y arriesgado Adolfo Suárez, que, cuarenta años atrás, fue capaz de rehabilitar un país democráticamente con partidos y líderes que no eran, ni por asomo, de su cuerda. El Carrillo de entonces, demonizado por la leyenda negra del régimen franquista, era más temido por la derecha que nuestro Pablo Iglesias actual, y el propio PSOE traía a cuestas el marxismo y el republicanismo como señas de identidad. Antes de que las fieras se amansaran y el pais cogiera el rumbo democrático que lo ha traído hasta aquí y hasta hoy, recuerdo bien que eran pocos los que apostaban por el también apuesto Suarez.

Pero todos sabemos a estas alturas que a Sánchez le aguardan días incómodos, si no terribles, en los próximos meses. El secesionismo catalán -cuyo gobierno tomó posesión ayer en paralelo con Sánchez como en una sincronía tan divina como diabólica, sin biblia ni crucifijo, pero con todos los ángeles de la guarda alrededor del presidente querubín- son palabras mayores. Nunca hubo tal grado de cisma territorial y las soluciones no son fáciles, por no decir que son inexistentes. La famosa conllevancia, que dijo Ortega y Gasset.

Podemos cohabitará con Sánchez hasta que sus prioridades electorales se lo permitan, y no podemos reprochárselo. El propio Sánchez ha ejecutado esta hábil maniobra parlamentaria -la más sagaz en décadas- por evidentes urgencias de carácter electoral. La censura era un disparo a la línea de flotación de Ciudadanos y Rivera, en la persona de Rajoy, cuya imagen, abatida por la sentencia del caso Gürtel, lo hacía presa fácil para dar un vuelco a las tendencias de las encuestas.

No abandonemos el relato figurado de los hechos de las ocho horas de sobremesa de un almuerzo opíparo de corte romano en el crepúsculo de Rajoy con la pluma de pavo real en la mano para vomitar o firmar la rendición. En ese restaurante, el todavía presidente consumió las horas finales de gobierno como si el Arahy fuera la Moncloa, mientras en el Congreso le volaban la cabeza los oradores más radicales. A buen seguro, habló con banqueros, con la patronal, con algún general de confianza, con el presidente del Banco de España saliente también a esas horas inventariales, con el rey de nuevo varias veces a lo largo de la tarde-noche, con algún expresidente, acaso, que no fuera Aznar, con sus ministros, con las fuerzas vivas y las menos vivas de su entorno… Fue una velada testamentaria regada con vino y salpicada de algún golpe de humor del presidente, que había estado sembrado esa mañana ante Sánchez en la tribuna de oradores. Y llamó a Elvira para cumplimentar las exigencias domésticas de una mudanza exprés, obligado por el giro de los acontecimientos tras conocer los votos del PNV. Tenía la decisión tomada. Resistir. Rajoy en versión original. “Yo y el tiempo contra todo”, decía Felipe II. Cuando Cela dejó dicho que el que espera tiene a su lado un buen compañero en el tiempo, que en España el que resiste, gana, majestad, citando a Diego de Saavedra Fajardo en sus Empresas políticas, estaba dirigiéndose, en la recepción del Premio Principe de Asturias en 1987 al rey Juan Carlos. No puedo, no debo dimitir, debió de contestarle el viernes el presidente del PP al hijo de aquel rey, el rey Felipe VI. Cospedal salió del restaurante y convocó una rueda de prensa con un lacónico mensaje: “Rajoy no piensa dimitir”. Cobrada la pieza e investido Sánchez, Rajoy confía en que el tiempo que resta de legislatura les reconcilie, y, ya de expresidente a presidente, cuando las adversidades del arduo ejercicio del poder, la necesidad de aprobar los presupuestos de 2019, el quebradero de cabeza catalán, las mutuas sentencias de los ERE y las secuelas judiciales Gürtel, las obligaciones imponderables con Europa y el cronograma electoral más convenientes al bipartidismo les lleve a la misma conclusión, y sea hora de sentarse a hablar. De España. Será entonces -ese pensamiento le emocionó tras departir y comer los manjares del cocinero de Zalacaín- la hora estelar de Rajoy en esta poscrisis. Salvar a España y, de paso, al PP de una guerra civil por la sucesión si su marcha se hubiera consumado anteayer. Esas dos aspas sobrevolaban su cabeza en el restaurante de Arahy y cuando se levantó para marcharse ya era un hombre sin cabeza, pero Rajoy siguió andando como si tal cosa.

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