por quÉ no me callo

El bacilo de la discordia

Nos hemos convertido en una sociedad en estado de riesgo, donde fluctúan los días entre crímenes y atracos, en un clima de tensión extrema, que ha terminado por generar un nuevo estado de cosas

Nos hemos convertido en una sociedad en estado de riesgo, donde fluctúan los días entre crímenes y atracos, en un clima de tensión extrema, que ha terminado por generar un nuevo estado de cosas. Esto empezó tímidamente y se ha ido robusteciendo, como si el grado de violencia y de crispación límite fuera cultivándose hasta constituirse en cosecha permanente. Los que hacemos periódicos conocemos lo que siempre se llamó el pulso de la actualidad. La sociedad está enferma, tiene taquicardias y sobresaltos de infarto. La sociedad se criminalizó a sí misma y multiplica los síntomas de congestión y desaforo.

Hubo un tiempo en que se predicaba en público el buen talante, y el término se prestigió lo bastante para que se asociara al estilo de un presidente de Gobierno. El talante de Zapatero. Era la noción heredada de otras épocas en que se habló del espíritu de apertura y consenso. A Suárez lo vinculamos a tiempos de esto último, y la muletilla sobrevive a otras tendencias menos pacificadoras. Cuando España procedía de una larga etapa demonizada por la represión y el cerrojazo de las libertades cobró rápida fama la idea de un país futuro que se llevara bien. Libertad sin ira, cantaba Jarcha en el 76 en una especie de himno de la Transición. Pero los modelos de convivencia se han ido sucediendo al galope y se han desbocado. Hoy se habla del efecto disruptivo como una moderna fórmula de éxito. El término procede de la economía y se ha instalado en la tecnología, repito,como una estrategia eficaz para la penetración rápida de cualquier producto novedoso en el mercado. Disrupción es irrupción brusca. Lo que prevalece en la nueva metodología social es el recurso a los impactos demoledores que alteren de la noche a la mañana – cuanto más rápido, mejor- las reglas establecidas y den entrada a unas marcas en detrimento de otras.

No tiene terreno abonado ahora aquella invocación al sosiego y la duda -la otrora reverenciada duda cartesiana, de la que hacía gala toda voz que se preciara proactiva y bienpensante-. Hoy predomina como un rayo exterminador la certidumbre intrépida, que se acompaña de la toma de decisiones en tiempo récord.

Se valora en un líder su osadía, incluso más que su audacia, en la capacidad instantánea de actuar en el día a día, aún cuando estén en juego nada menos que los intereses y derechos del conjunto de la ciudadanía. De tal modo que la realidad de nuestras sociedades contemporáneas es fruto de haberle dado la vuelta al calcetín. Lo plausible de ayer puede ser lo censurable hoy.

Volvemos al principio. A este desbarajuste de una vida irritada que se manifiesta en múltiples escenas cotidianas. Me he permitido señalar la criminalización casi doméstica de una sociedad de provincias, tal cual la nuestra, como el resultado de un cambio drástico de ser y de compartir un espacio con los demás, que es una idiosincrasia distinta, diría que radicalmente distinta de la de nuestros abuelos y antepasados.

Aceptando por bueno el cliché de canarios de buen carácter, melosos en ocasiones, acogedores y permisivos, qué duda cabe de que hemos experimentado un salto en el vacío. Somos más parecidos que nunca a la gente de cualquier latitud. Bombas humanas en potencia a punto de explotar. O nos ha ganado el bacilo de la discordia por efecto de Internet -la madre de todos los males, cuando nos ponemos-, o el asunto es feo de necesidad sin darle más vueltas.

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