por quÉ no me callo

Franco ha vuelto, quién lo iba a decir

Basta un vistazo superficial a los nuevos ejes sobre los que giran las preocupaciones más latentes de la gente y los políticos de este país para percatarse del salto que se ha dado sin darnos cuenta en eso que llamamos estado de opinión

Basta un vistazo superficial a los nuevos ejes sobre los que giran las preocupaciones más latentes de la gente y los políticos de este país para percatarse del salto que se ha dado sin darnos cuenta en eso que llamamos estado de opinión. Porque ahora España es eso, un estado de opinión, que dura lo que un café en la barra de un bar. Un demócrata curtido en la Transición se siente como aquel soldado japonés que fue hallado tras permanecer escondido tres décadas al término de la Segunda Guerra Mundial: desorientado, sin dar crédito a lo que veían sus ojos y con indudable inquietud por salvar su pellejo.

El ciudadano prototipo de este país en este tiempo es alguien profundamente desconfiado, que improvisa su lugar en el caos y se adapta a la moda del cambio de criterio por sistema, es un adicto a la constante contradicción, lo cual quiere decir que verá por encima del hombro al que venga con nostalgias, reclamando orden y concierto y un poco de coherencia. Decía Zavalita, en la mítica pregunta de Conversación en la Catedral, “¿en qué momento se jodió el Perú?”. La pregunta tiene su correlato español. Pero España no se jodió todavía, se está jodiendo, y será un proceso indefectible si no lo paran los dirigentes y cuantos tengan capacidad de influencia en la opinión pública -en el sentir general-, que era obra en otro tiempo del Ortega y Gasset de turno, pero ahora los filósofos ya no furulan, o no al nivel de sus mejores fastos. Si el españolito medio, como parece, asiste con cierta naturalidad al nuevo estado catastrófico de las cosas, donde se pregona sin medias tintas las ganas de Cataluña de “atacar” a España, y, de paso, el vivir para pisar las cabezas de los reyes, por mucho Shakespeare que se ponga a la marquesina en la boca del metro, algo inevitablemente patológico ha sucedido de golpe en este país, y del trauma no se ha salido bien.

A nadie se le esconde esta alteración de la mentalidad, producto de un frenesí del lenguaje y del dislate continuo de las declaraciones públicas de gobernantes en pie de guerra. Los descarrilamientos son permanentes. Es comprensible el equilibrismo en que se mueve el Gobierno, consciente de una minoría extremada que depende del exabrupto de Torra o los desafíos de Puigdemont como un pequeño Trump hibridado con Kim Jong-un, cuando no de las enfiladas de ese tal Salvini, ministro italiano del Interior, a propósito de quién es más facha expeliendo inmigrantes por la frontera. Es que están patas arriba España, Europa y los restantes confines del manicomio global. ¿Está mejor América, de norte a sur, de Trump a Maduro? Están todos como una chola, o los chalados somos los demás.

Viene esto a cuento del debate del estado de la nación: Franco. Tuvimos del franquismo una noción nación que se dejaba morir en el tiempo, como hemos vivido del ensueño de Europa hasta que ha estallado la realidad y esto es lo que queda, el cadáver de la musa de los padres fundadores de Europa, Adenauer, Monnet, Schuman, De Gasperi… A Sánchez le cabe hacer de la necesidad virtud y desenterrar unos muertos para enterrar otros muertos vivos. Le ha tocado al joven presidente interino lidiar con el muerto de Cataluña, que es un muerto que goza de buena salud y puede acabar con él si no destierra, como dice Luisa Castro, a Franco. La alcaldesa de Güímar se ha subido a esa parra porque en el pandemónium nacional se han roto todos los diques. Ni la Transición fue tan buen invento, a ojo del nuevo dogma que se abre paso, ni la independencia de Cataluña es una parida a poco que se le deje en vuelo libre un rato más. Franco era un tema tabú, cuando el euro enterró a la peseta. Ahora es una moneda de cambio, una fuga más del sistema, que hace aguas por todas partes.

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