tribuna

Hay ángeles anónimos no solo en Nueva York

Luis Rojas Marcos bautizó como ángeles anónimos a los redentores espontáneos que se aparecieron el 11 de septiembre de 2001 tras los atentados terroristas que derribaron las Torres Gemelas. Al final de su artículo en El País, Ángeles anónimos en Nueva York, escrito bajo un velo de miedo que cubre al instante a todo superviviente de una catástrofe (y le acompaña de modo latente toda la vida), el psiquiatra que dirigía el Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de la ciudad de los rascacielos menciona a Ana Frank, la adolescente que a las puertas de una muerte segura en el campo nazi de concentración de Bergen-Belsen, en marzo de 1945, no tuvo inconveniente en escribir estas palabras: “A pesar de todo, creo que la gente es realmente buena en su corazón”. Sobre la bondad y sus detractores hay sobrados argumentos en una época pródiga en malvados como esta. Pero Rojas Marcos nos trató de convencer, y así lo hizo cuando lo entrevisté años más tarde sobre su experiencia bajo la nube de polvo de los escombros del World Trade Center, acerca de una caridad hereditaria con los genes del bien común en el ADN de los seres humanos. Por circunstancias bien distintas, el economista austriaco Christian Felber, fundador de la Economía del Bien Común (en octubre se cumplen diez años de su origen), también me cubrió de razones para abogar por una suerte de capitalismo bueno.

Todo es opinable hasta que un fatídico suceso tira por tierra nuestros cánones de confort y nos sorprende la percepción real de la muerte. En los escenarios extremos es donde tienen sentido los ángeles anónimos de Rojas Marcos en su lúcido texto sobre unos hechos de los que el próximo mes se cumplirán 17 años. Cuando se derrumbó la primera Torre y el psiquiatra quedó atrapado con un grupo de personas en la ratonera de polvo sin luz, bajo una “confusión angustiante”, se les apareció un individuo desconocido con voz serena y decidida que los guio con una linterna providencial dejando atrás los cuerpos sin vida que encontraron a su paso.
Al día siguiente del incendio de la Residencia de la Candelaria, alguien pegó en la pared una hoja cuadriculada que daba las gracias a los profesionales sanitarios por la evacuación de la víspera. En la web y las redes de DIARIO DE AVISOS se multiplicaron enseguida las muestras de reconocimiento para quienes socorrieron a los enfermos. En el compendio de los testimonios que reprodujo este periódico, se alude a un despliegue de “superángeles anónimos”, de “héroes anónimos sin capa”. Esa noche quiso el azar que estuviera de guardia un médico especializado en emergencia. Las escenas que relatan los testigos y las fotos que vimos al día siguiente permiten la licencia de pensar en milagros y ángeles anónimos. Hubo entre ellos un paciente enloquecido, que estaba inmovilizado, y que con las manos libres tras saltar las alarmas se empleó a fondo en las tareas de socorrer a los enfermos encamados o impedidos en sillas de rueda. Fuera cierta parcial o totalmente esa historia, merecería serlo, porque ilustra la locura filantrópica que aparca el instinto de supervivencia para ayudar a personas desconocidas como a seres queridos.

Así son los ángeles anónimos que describe Rojas Marcos en el infierno de Nueva York, bajo una especie de neurosis que empuja en tal sentido a los benefactores de incógnito, como sucedió en las Ramblas de Barcelona el 17-A, hace un año. Una de las enfermeras de La Candelaria relata que cuando el fuego se adueñó de la zona de urgencias pediátricas, una densa nube de humo negro impedía ver, así encendieran las luces de los móviles. Hubo exceso de asistencia sanitaria en las horas posteriores en mitad de la calle, a donde fueron desplazados los enfermos, y pronto se improvisó un hospital de campaña en la vía publica. El common good, el famoso bien común que desmiente el codazo y la animadversión rutinaria, se manifestó la noche del lunes en Tenerife, y no tuve más remedio que regresar al buen criterio kantiano de Rojas Marcos sobre la bondad ontológica, genética, innata de este Homo cruentus una vez dentro de la zona cero del drama.

Hubo superávit de médicos en La Candelaria por el número de voluntarios que se ofrecieron a echar una mano. Las ONG como Cruz Roja son auténticos ejércitos de esos ángeles custodios, y las muestras de generosidad no cesaron en toda la noche. Hace diez años (mañana se cumplen) llegué a un aeropuerto, de regreso de América, donde acababa de estrellarse un avión, con el resultado de 150 y tantos muertos. Era el vuelo 5022 de Spanair, un McDonnell Douglas, que no logró despegar con éxito de Barajas con destino a mi tierra. Los familiares de las víctimas permanecen unidos por eslabones inseparables de recuerdos comunes que vencen el olvido, y no hay gobiernos ni desidias institucionales que rompan esa cadena. Exigen justicia y memoria sin paliativos. En Perú, un mes de agosto como este de 2007, me sorprendió la vivencia cercana del altruismo tras un terremoto, con centenares de muertos y viviendas destruidas. No se cree si no se ve, pero el ser humano se transforma, entre lo propio y lo extraño, y se rebela con ira ante el mínimo sabotaje en mitad de la confusión.

En las horas aciagas que vivieron los herreños durante la erupción submarina de octubre de 2011 (pronto serán siete años de aquel volcán escondido), se sucedieron demostraciones de solidaridad entre los vecinos de La Restinga. Todos guardamos imágenes de héroes anónimos en incendios y catástrofes. Y en la isla, en Estados Unidos o en el fin del mundo los ángeles más carismáticos son los bomberos, como Jonay, el primero que llegó a La Candelaria, donde buscaron a un niño debajo de las camas. Veo fotos de bomberos cargando equipajes de vecinos durante la evacuación de los edificios bajo el puente de Morandi, que colapsó el martes en Génova. Un día antes, en La Candelaria, nos hicieron olvidar aquella acción de protesta, en diciembre de 2005, cuando irrumpieron en el vestíbulo del Cabildo con bengalas y extintores. Son los héroes favoritos de los niños, y acudieron a sofocar el fuego en las urgencias pediátricas para mayor gloria del cuerpo capaz de las mayores hazañas.

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