
Cuando llegamos, la voz del tenor Miguel Fleta le acompaña. Nos dice que en otros momentos recurre a grabaciones de Alfredo Kraus, Celso Albelo, Jorge de León o la programación que ofrece Radio Clásica-RNE. Su fidelidad a la música le ayuda para cubrir ausencias y le invita a entremezclarse en su espacio, el entorno tacorontero en el que reside junto a su hija Carmen Rosa y su yerno Christian González, en la casa que alberga parte de sus muchos recuerdos y le invita a recorrer jardines y huertas de apacible vecindad con la Iglesia de Santa Catalina.
Recientemente, sus amigos y compañeros de la Real Academia Canaria de Bellas Artes de San Miguel Arcángel, institución que hace años le otorgó el premio Magister, le rindieron homenaje coincidiendo con la exposición “Tiempo y Vivencias en la obra de Eladio González de La Cruz”, que coordinó su compañero académico Gerardo Fuentes y en la que igualmente intervino Eliseo Izquierdo, académico de honor.
En la vida de Eladio de la Cruz confluye una nómina inmensa de altos valores en el mundo artístico de las islas. Los menciona con el afecto sincero que prodiga en todos sus gestos, rasgos que el paso de los años no ha llegado a alterar.
Hablamos sin prisas, contemplando sus obras y las de otros muchos amigos y compañeros. Suena el teléfono y ambos saludamos a Nani, su hijo, que desde La Graciosa da novedades de los nietos que en breve le visitan para compartir el paso del verano junto al Caletón, en su refugio frente al mar de Garachico.
-¿Qué le hizo escultor?
“La vida despliega ante nosotros coordenadas que nunca llegaremos a entender. Supe desde niño que queria ser escultor. Comencé de aprendiz y terminé dando clase. Yo nací en el santacrucero barrio del Toscal, en la calle San Antonio 43. Entonces aquello era de casas terreras, ciudadelas y huertas; con decirte que por debajo del hoy edificio de la Sindical había un picadero de caballo. Por allí cerca, en el hotel de don Pancho,vivía el pintor y escenógrafo Rodolfo Rinaldi. En casa fuimos siete hermanos y la primera escuela que tuve fue la de doña Carmen González Valido, en la calle Santiago. No teníamos pupitres, solo un banquito, una pizarra, el pizarrín y el Catón. De allí pasé al colegio Fray Albino y al ir y venir solía quedarme mirando lo que hacían en un taller que estaba frente a mi casa, donde oía golpear la piedra que traían de Los Campitos. Sabía que allí trabajaba un artista, un hombre de bata blanca y pelo largo, una especie de dios o de sacerdote. Más tarde supe que se llamaba Enrique Cejas Zaldívar y que estaban haciendo los bajorrelieves del ejército y de la agricultura para el Monumento a los Caídos. Un día, que miraba detrás de la reja, oigo que me llama aquel señor: “Rubiales, ven aquí”, y me dio unos céntimos para que fuera al carrito de doña Mariana y le trajera cigarrillos Lucky. Me hice el mandadero suyo y poco a poco me vi ayudando, recogiendo los cinceles, los punteros, las mazas… Él y la vida me llevaron a buscar la huella del ser humano en la materia inerte”.
-¿De allí a la Escuela de Artes Aplicadas?
“Cejas Zaldívar daba clase en Artes Aplicadas, en la tarde y noche, de 6 a 9. Habló con mi madre y la convenció para que me dejara ir; yo iba después de salir del Fray Albino. Recuerdo que cuando empecé me quedé cohibido, al verme de pantaloncito corto y ante gente mayor. Recibía clases de escultura de Cejas Zaldívar y de dibujo por don Nicolás Oliva. Al salir iba corriendo desde la Plaza de Irineo González para ver a mi padre que trabajaba en la cocina del Hotel Camacho, y le ayudaba a limpiar los calderos. Él no era partidario de que estudiara para ser artista, pero nunca me lo impidió. Decía que todos los que conocía se morían de hambre, que lo mejor era trabajar en algo como él, pues así no me iba a faltar un plato de comida. Fueron años duros para nosotros ya que entonces murió mi madre y pasé mucho tiempo con mi abuela y mis primas, que vivían en una casita por debajo del Hospital, en El Cabo, cerca de la Fuente de Morales”.
-¿Vía libre hacia el camino del arte?
“Supe desde el principio que la escultura era lo mío y compartí esa ilusión con mis compañeros, con José Peraza, Antonio Ferrer, Arístides…Nos graduamos en Artes Aplicadas y un día llegó el director, Pedro Suárez, junto a Antonio Vizcaya, y nos propuso a unos cuantos que continuáramos estudiando Bellas Artes. Para mi aquello eran palabras mayores; les hice saber que no tenía dinero. Al poco tiempo, Enrique Lite me comentó que había unas becas del Cabildo, y cuando menos lo esperaba estaba preparando el boceto y el examen de ingreso. Me la concedieron y suponía que para mantener la ayuda había que sacar todas las asignaturas. Con sólo 16 años me habían dado el Primer Premio en esculturas en el Certamen Sindical y empecé pronto a trabajar para Muebles Bruno, como tallista, donde valoraban muy bien mi trabajo y me tenían asegurado, y también lo hacia en el taller de don Rafael que estaban por encima del Cine San Sebastián. Iba de un lado a otro, atento a las clases en las que tuve solo un tropiezo, por el horario. Fue la asignatura de dibujo natural que se impartía de 8 a 9. El día no me daba para todo lo que tenía que hacer, pero entendieron mi situación y pude recuperarla en septiembre y avanzar hasta que me gradué. Tuve grandes profesores y de todos aprendí: Mariano de Cossio, Pedro de Guezala, Chevilly, Miguel Márquez, Miguel Tarquis, Álvaro Fariña, Miguel Ángel Casal… ”
-De alumno a enseñante…
“Tenía 21 años cuando me casé y asumí el deber de sacar a la familia adelante. Ya me había titulado profesor y empecé a dar arte y dibujo en el Quisisana y en las Escuelas Pías de la Rambla. Allí coincidí con Alonso Reyes y Rafael Delgado. La primera clase la tenía antes de las ocho menos veinte de la mañana y bajaba caminando desde mi casa, en el barrio de la Salud. Llegué a estar en cuatro colegios: en el Alemán, en La Salle, en los Institutos de Taco y en el Teobaldo Power, coincidiendo con otros compañeros como Galarza, Inocencio Guanche, Márquez… Durante muchos años he dado clase como profesor de escultura en la Escuela Superior y Facultad de Bellas Artes y en la Escuela de BBAA Fernando Estévez, de la que he sido catedrático. He tenido el placer de compartir esa actividad con compañeros a los que siempre he admirado como Manolo Bethencourt, Miguel Márquez, Rafael Delgado, Francisco Zuppo… Hubo años en los que no paraba entre las clases, las obras de encargo, las exposiciones… Pude hacer todo eso gracias a mi mujer, que me alentaba siempre; supimos buscar el rato para echarnos fuera y hasta disfrutar de una parrandita. Fueron más de treinta años en la docencia y puedo decir que he aprendido muchísimo de los alumnos, a los que he tratado en todo momento de orientar y potenciar su trabajo. Me he llevado muchas satisfacciones, entre ellas al ver como alguno han desarrollado una obra singular, están en la docencia o en actividades próximas como es la tarea de la fundición.”
-¿Cuando comenzó a situar sus obras en el espacio público?
“El primer encargo me lo hizo Eliseo Izquierdo y fue el bajo relieve de Víctor Zurita que está en la fachada del Ateneo. Hice también otro para el periodista Álvaro Martín Díaz (Almadi) en la calle que lleva su nombre, y la escultura Adolescente, que me encargaron las concejalas Margot Ramírez y Soledad Arozena para la fuente de los nenúfares en el García Sanabria. Primero la hice en piedra y la destrozaron, por lo que terminamos reponiéndola en bronce. Eduardo Westerdahl hizo una crítica muy positiva de ese trabajo. Adolescente ocupó el lugar en el que estuvo durante años, entre ranas y carpas, un puti de Antonio Cánovas, cedido por el Prado. Luego vino un periodo de mucha intensidad en el trabajo, que me vinculó especialmente con Garachico al ejecutar la obra de Cirilo Rolo. Allí tengo muchas obras y la exposición permanente con más de cien piezas que muestran los diferentes periodos por los que he transitado. Están a disposicion del público en el Centro de Arte, en la Casa de Piedra, Palacio de los Condes de la Gomera, Tengo mucho que agradecerle a Garachico y en especial a Lorenzo Dorta por el apoyo y las oportunidades que me han dado para desarrollar el trabajo”.
-También en Santa Cruz, El Sauzal, Arafo, Punta del Hidalgo, Buenavista, Arona…
“Cada obra tiene su historia; lleva un proceso y requiere su tiempo. Con Cejar Zaldívar me inicié aprendiendo la técnica, el dominio del cincel, de los punzones y punteros que permiten marcar las siluetas y desde el relieve ir hacia atrás ganando volumen. Yo encargaba cada pieza a medida. Me las hacían ,utilizando muelles de camiones, en un taller que estaba en la calle Carmen Monteverde, frente al Hospitalito de Niños. Con tanto trabajo he perdido las huellas dactilares; ha sido de tanto frotar las obras, usando la lija de agua para abrillantar una y otra vez. Cuando renovaba el DNI se sorprendían y me hacian poner los dedos de canto para hacerme el canet”.

-¿Le ha dado a alguna de sus obras la consideración de predilecta?
“Todas son importantes en mi carrera. Algunas me han dejado una huella enorme y lamento no tenerlas hoy conmigo, como es el caso de Eva que estuvo en mi primera exposición y me la compró el abogado Álvaro Belda. En esos años vendías una obra o recibías un premio y todos los amigos te felicitaban, así que la costumbre era que lo celebráramos con una comida. Muchas veces nos reuníamos en el Hotel Diplomático para compartirlo. Ahora, cuando veo las fotos de entonces, me doy cuenta de que solo quedamos Rafael Delgado y yo. Fue un tiempo irrepetible pues habíamos creado sin proponerlo un relación de amistad y respeto, y todo parte de la Escuela de Arte, en la que se percibía un ambiente de espiritualidad, de entendimiento y camaradería. Esos valores eran los que luego vivíamos en la calle en la tertulia, ,donde se encontraban los que pertenecían a la generación inmediatamente anterior a la nuestra. Yo era de los más jovencitos; de todos aprendí y siempre me acogieron con afecto: Vizcaya, Paco Martínez, Enrique Lite, Westerdah, Harry Beuster…”
-Esta casa es un museo.
“La casa es de la familia de mi yerno y en toda esta zona hay una gran quietud y permite disfrutar de una de las mejores puestas de sol de la isla. Antes vivía en La Cuesta, donde durante muchos años tuve mi estudio. Ahora mi hogar y refugio están aquí, sobre todo en estos últimos años, desde que perdí a Carmen Rosa, mi esposa. Nunca he sido dormilón; con cuatro horas de sueño tenía suficiente y ahora me desvelo en la noche. En el dormitorio tengo la foto de Carmen Rosa y los cuadros que a los dos nos gustaba tener más cerca, obras de otros artistas amigos y también mías. Está un Cristo de Dimas Coello, junto a obras de Guezala, de Zuppo, Chevilly…”
Eladio revive la ilusión con la que abordó cada obra, del proceso y pasión que mantuvo para darles vida y la admiración que despertó en el saludo de sus compañeros, de sus alumnos, de los críticos de arte. Recuerda en especial a Faly Gutiérrez, Gilberto Alemán, Luis Ortega… Habla de sus esculturas, obras que redescubre al paso de los años, de los proyectos expositivos, de los premios recibidos. “Todo en la vida es geometría y nuestro empeño es descubrir las claves y captar el mensaje.” Le queda el desconsuelo de no figurar entre los seleccionados en 1973 para la Exposición Internacional de Escultura en la Calle en las que presentó su proyecto de Sagrada familia y Cuchicheo. Volvemos, por último, otra vez a su infancia y juventud, evocando a su padre, a las películas que juntos veían en el Toscal o en el San Martín, o cuando le decía que mejor era trabajar de pinche de cocina, “y afortunadamente no le hice caso”.