tribuna

Un andar solitario entre la gente

Los caminantes de raza eligen campo o ciudad. Román Morales ha recorrido buena parte de América y de África a pie, optando por las montañas y los ríos, las llanuras y los barrancos, las selvas y los desiertos. Y leer su libro épico de nómada y fedatario, su estela de huellas libres sobre el techo del cinturón de fuego del Pacífico, Buscando el Sur, es una gozada de los sentidos, del olfato y los ecos, del deleite de mirar hacia abajo tocando las nubes y de acartonar la piel, mudar los rasgos del rostro en contacto con otro aire, otra luz y distintos modos de anochecer a la intemperie. Otro es César Sar, que da vueltas al mundo como un predestinado; vendió la casa y se echó a andar entre 7.000 millones de semejantes en busca de la identidad del hombre global de este siglo que se esparce por islas y continentes y mares y cielos cada vez más espaciales. Es nuestro Rodrigo de Triana , nuestro vigía avistando nuevos mundos. Cada viajero es un centinela del pequeño cantón del que procede, porque la isla va a todas partes con nosotros (“siempre soñé que me había ido de la isla, pobre de mí, jamás se va uno de la isla”, escribió Samuel Becket, que se fue a París agobiado de Dublín, y nunca paraba de caminar, a menudo en compañía de su amigo Giacometti). Nuestro César vive subido a su globo, a la usanza de los mitos de Julio Verne, que compartía la afición con Edgar Alan Poe. Viajar y caminar son indisociables, pero la manía de conocer los sitios de una manera peatonal y obsesiva, personal e intimista, es muy propio de oteadores genuinos, como estos que cito y valoro.

El arte de andar las ciudades requiere parsimonia, ser indagador y tener capacidad de auscultación. Antonio Muñoz Molina tiene estas facultades adiestradas; las puso a prueba en Ventanas de Manhattan y en continuas incursiones literarias o periodísticas que le llevaron a deambular, tomar notas y escribir, desde que lo conozco, en aquel debut como El Robinson urbano, hace más de treinta años, cuando compiló unos artículos muy detallistas y vagabundos en el Diario de Granada. Ahora ha vuelto a ejercer ese papel de torrero y paseante con una vocación de excursionista estimulada por escritores célebres que hicieron camino al andar. Molina salió del Mencey a dar una vuelta y abrazó los árboles del parque García Sanabria; fruto de ello, escribió un emocionado artículo en El País Semanal como si hubiera conocido a los mejores vecinos de la ciudad. Como dice Carlos Schwartz, se agradece la sombra de lo árboles en las aceras donde calienta el sol, como en la malhadada Méndez Núñez, que vuelve a estar de cesárea. Cousteau, al irrumpir en Santa Cruz por la Rambla (antes de que se le exhumara el nombre de Franco), nos contó que era como una miscelánea de Broadway y otras ciudades con vegetación que había conocido. Neruda tomó tierra en el muelle de Santa Cruz y se sentó con sus anfitriones en Los Paragüitas; no prestó atención a ningún detalle visual de los que se mostraban ante sus ojos, ni las montañas de Anaga, ni los jardines de la Alameda del Duque de Santa Elena, que habrían atraído la mirada de Molina a buen seguro, sino se fijó en el acento que escuchaban sus oídos: “Fíjate, Valdés, hablan como nosotros”. En América me han dicho que tenemos el mismo cloquío chileno, o sea que el poeta creyó estar en su tierra. No hay nada como viajar, andar, conocer, oír de primera mano cómo suenan y son los distintos sitios.

Muñoz Molina se echa a la calle a captar sonidos, imágenes, palabras sueltas, escenas a priori irrelevantes, que le han servido de argumento para escribir ahora casi 500 páginas, hasta llegar a pie a la casa de paredes pintadas de blanco en el Bronx, donde vivió Poe. Ha vuelto a su rol de Robinson urbano, cuando lo descubrí en un libro casi de bolsillo con sus crónicas libérrimas, ingenuas y periodísticas, antes de seguirlo durante más de decenios literarios de obras promisorias que lo han ido consagrando hasta la antesala del mismísimo Nobel, donde aguarda con opciones a la doble entrega de 2019, porque nunca se sabe. Ha sido fácil afiliarse a la prosa de Molina, hacer su mismo viaje narrativo y periodístico, leer su Jinete polaco con la misma voluntad de sosiego que sugieren sus artículos de prensa y cada audacia literaria de su cosecha como la inclasificable Sefarad o Un andar solitario entre la gente, que es la obra que ahora tengo entre las manos recién salida del horno de este Proust español. Molina y Elvira Lindo forman la pareja literaria más confortable de las letras de este país. Pocos autores compensan tanto a sus seguidores como este jienense que conoce tan bien Canarias. Fue el primer lector de nuestro Canto de las Afortunadas y hasta de nuestros Sueños de fútbol, y siempre fue generoso y motivador. Tengo a gala haber leído todo lo que ha escrito Antonio Muñoz Molina, ser un libador dichoso de una literatura escanciada lentamente, con trabajosa precisión y talento.

Aquí cuenta que De Quincey vagaba por las ciudades a impulso de fiados, y que olvidaba a menudo que tenía mujer e hijos, alquilaba habitaciones que atiborraba de papeles, de ciudad en ciudad, escribía de día y caminaba de noche, dejando sus impresiones de Londres o Edimburgo o Liverpool o Glasgow plasmadas a contrapelo en diarios compulsivos, con los que huía sin pagar. Algunos poetas amaron sus ciudades cosmopolitas como si les perteneciera por entero como el reducido espacio de su propia casa. Es difícil imaginar Lisboa sin los desasosiegos de Fernando Pessoa, que callejeaba su musa y ciudad al mediodía, cuando tenía dos horas libres en el trabajo para almorzar a solas. Otros escribieron sin siquiera sentarse, como Baudelaire, que componía versos caminando y era lector y traductor de Poe, cuyo fantasma seguramente habitaba su casa del Bronx, último tramo de este libro, que más que escrito ha sido caminado como la Alcarria de Cela o el Cuaderno de godo de Ignacio Aldecoa. Cuando últimamente viajo en guagua compruebo que el pasaje va ensimismado con los cascos oyendo música y sin ojos para otra cosa que no sea el móvil. Debo de parecerles un bicho raro, cuando reparo que soy el único a bordo que va leyendo un libro. La guagua dejó de ser un lugar de encuentro. Ahora es un mero conducto con asientos que nos transporta. Me bajo en la parada y ando. El caminante es un ser solitario entre la gente.

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