cartas desde parís

Un instante de Tenerife es mucho

Me hizo viajar Carmelo Rivero a Tenerife desde Madrid. Ya que estás en España, vente al Sur, me dijo en un wasap. Y le hice caso. Fue, además, muy convincente: me envió los billetes, ida y vuelta. “Te vienes por la mañana, y te vas por la tarde”. Regreso a París, ida a Los Rodeos, adonde no iba desde 1974, cuando el propio Carmelo me trajo para despedirme de la isla después de inconfesables impagos.

Él me aseguró que nadie me iba a reconocer. No, no te preocupes, no te llevaré al Mencey, me dijo. Ahí estuve años vetado por haber convertido el bar en una especie de pista de aterrizaje de mis pufos económicos. Los camareros ya me conocían, y si me veían llegar, en los últimos tiempos, alertaban a los recepcionistas para que alguien se acercara a llevarme de allí. El asunto tuvo que ver con aquellos lances que se daban entonces, antes de la muerte de Franco: como no teníamos otra cosa que hacer en los periódicos, asaltábamos las barras de los bares y estábamos allí hasta las tantas.

Mi fama se hizo pronto insoportable. Y no me dejaban entrar ni en el Mencey ni en ningún lugar medianamente serio. Al final me refugié en los bares del muelle, donde jugaba a las cartas, mi vicio más caballeroso en aquel tiempo, hasta que clareaba el día y era sustituido por otros viciosos del mismo jaez.

Mi amistad con Carmelo viene de esos momentos, cuando me quedé sin amigos serios y él se constituyó en un baluarte de mi vida descarriada. Luego a él se le ocurrió ser, además, un periodista igualmente serio, hizo de todo en la vida, y a mi me dio por la emigración sudamericana. No se te ocurra volver, me dijo en una de aquellas madrugadas en que me rescató sin un duro después de una terrible noche de pérdidas a la baraja, frente a enemigos de peso mayor, que me exigían la bolsa o la vida. Desde entonces él sabe que jamás he visitado de nuevo un garito ni para confesar, y ahora ya Carmelo no me tiene tanto miedo como entonces.

Por eso no tuvo miedo de invitarme de nuevo a la isla, ida y vuelta. Buscamos lugares decentes, y fuimos a caer otra vez al Mencey. Nadie me reconoció, y no me extraña. Me presentó a alguna gente principal de la isla, y dio mi nombre falso. Todos me saludaron con gentileza y siguieron hablando de sus cosas. Por un momento, me dijo, yo parecía un espía.

Por la tarde me fui. Creo que él se quedó aliviado porque ya le empezaba a parecer excesivo el riesgo de que algún acreedor se diera cuenta de mi verdadera identidad.

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