por qué no me callo

Pablo Iglesias e Irene Montero, padres

Un episodio político doméstico, el de una pareja de líderes felices hablando de sus hijos, se convertía ayer en la manifestación humana de la política más sobresaliente de los últimos años de confrontación ideológica en España. Algunos de los dogmas de Pablo Iglesias e Irene Montero no han cedido por una rendición de conversos, sino por algo tan elemental como el amor de padres. Iglesias y Montero han agradecido a los reyes su preocupación, durante el trance de estos dos meses , por el estado de salud de sus dos hijos mellizos. Son republicanos -han proclamado-, pero se sienten en deuda con la monarquía, en el oxímoron más tierno de la democracia. Son ateos, pero muestran gratitud hacia cuantos amigos, adversarios y simpatizantes han rezado por que sus vástagos prematuros salieran adelante. Iglesias lleva ahora el apellido con ese condicionante. Como dice Paul McCartney -que asegura haber visto a Dios en un colocón-, “hay una parte de ti que quiere creer”. El líder y la lideresa del partido morado vienen de dos meses de retiro practicando la terapia del canguro, piel con piel, con Leo y Manuel, que son la cantera de la democracia para cuando quizá ya no haya partidos sino fuerzas sociales de otro cuño, y donde acaso las ideologías destierren los dogamatismos, los centros, las izquierdas y las derechas, y recuerden para entonces que a sus padres los sorprendió el destino conviviendo en la paradoja iluminada de velar por sus vidas de la mano de Pablo Casado, el rival del PP, cuyo apoyo habrá sido decisivo, en tanto en cuanto fue antes que ellos padre de prematuro y tenía todos los argumentos extraparlamentarios para convencerles de que los niños iban a sobrevivir. “Vamos”, se repetían los padres primerizos alentando el despliegue de sus bebés. Y ahora vuelven. Vuelven siendo padres, sabiendo lo que es serlo. Traen dos meses eternos de experiencia acumulada. Regresan mejores de que como eran. Siempre sucede.

La política es rabiosamente combativa. Esta tregua de dos meses en la guerra del Congreso ha concedido a la pareja de Podemos todas las verdades que la política -atravesada por una ira de hipocresía y doblez- les niega a los dirigentes. La sanidad pública funciona. Iglesias y Montero admiten sentirse orgullosos de la sanidad española y de los profesionales sanitarios que han salvado a sus hijos. La contractura de sus palabras reside en que solo tras salir de ese túnel de padres prematuros y ver la luz caben tales confesiones impensables en las batallas parlamentarias fratricidas, donde el credo tiene límites establecidos en cada partido so pena de excomunión.

La política tiene un déficit de humanidad clamoroso, que la ha endurecido hasta extremos insospechados. Hubo un tiempo en que los adversarios políticos se iban tomar el cortado juntos y luego se ponían de nuevo el mono de faena y tenían sus agarradas consuetudinarias. Últimamente, la crispación ha levantado muros insalvables entre los enemigos políticos. Se ha confundido la discusión ideológica y partidaria con el odio visceral. La escena de Carolina Bescansa, amamantando a su bebé en el escaño y pasándose al retoño en brazos hasta llegar a los dominios del más aniñado de todos, Íñigo Errejón, formó parte de la estética de Podemos en su irrupción en las Cortes, cuando el asalto al cielo era la consigna. Bescansa y Errejón hoy están en las cunetas del partido, pero Pablo Iglesias e Irene Montero han escrito esto al volver: “Algunos de los abrazos más sinceros, algunas de las palabras más hermosas y algunos de los consejos más provechosos” los recibieron de sus adversarios políticos. “Somos republicanos pero recordaremos que un rey y una reina llamaron para preguntar por nuestros hijos y que todos nuestros rivales políticos preguntaron con frecuencia cómo estaban”. O sea, la Transición quizá aún esté dando sus frutos.

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