sociedad

Entre místicos, pícaros y genios

Brindamos una nueva remesa de personajes canarios, de nacimiento o de adopción, que protagonizaron en el pasado épicas vivencias, ejemplares conductas o peripecias cuando menos insólitas aun en la actualidad
Postal antigua del muelle del Puerto de la Cruz, a principios del siglo XX. DA
Postal antigua del muelle del Puerto de la Cruz, a principios del siglo XX. DA

Por José Gregorio González

Reconozco que por Francisco Caballero Sarmiento siento una predilección especial. Sus anécdotas me acompañan en las rutas de misterio e historia heterodoxa que ocasionalmente dirijo por el Puerto de la Cruz, de ahí que me lo haya imaginado como a un Trump o a un Ruiz Mateos de la Canarias de hace siglos, eso sí, siempre con un toque de Robin Hood. Casi todo lo que sabemos sobre él se lo debemos al historiador portuense José Agustín Álvarez Rixo. Fue un hábil negociante y especulador, extravagante, provocador, con olfato para el comercio y pertrechado de un irreverente sentido del humor. Prosperó, se arruinó y volvió a reinventarse con arriesgadas apuestas, llegando a ser conocido por su espíritu benefactor como el Redentor de Tenerife.

Así era Caballero Sarmiento, que nació y creció católico en Lisboa a mitad del siglo XVIII, se casó en Filadelfia con la protestante Catalina Craig, que le dio varios hijos y tuvo a la guapa Mariquita la Bolera entre sus amantes. Vivió alrededor de dos décadas en el Puerto de la Cruz protegiendo a masones huidos, metido en política, enemistado y aliado con el clero, así como aclamado por el pueblo, en una estancia que se desarrolló en constante pugna comercial con las sagas de los Cólogan y Cullen. Le gustaba fardar y aparentar pomposidad y riqueza aunque no tuviera un céntimo, como al parecer hizo durante un tiempo en tierras peninsulares en el entorno de la Corona. Amanecía sin dinero y a mediodía estaba repartiendo monedas en el besamanos de los monarcas, proyectando una eficiente imagen de solvencia que le ayudó a obtener licencias para sus negocios.

Desde Tenerife llevó vino a EE.UU. y de allí trajo cereales. Comerciaría también con Cuba llevando harinas y maderas a la isla, y desde allí miel de caña a EE.UU., llegando a comerciar con Venezuela ya como coronel, donde fue clave en intrigas políticas. Triunfó y fracasó en los negocios, mostrando un don para adaptarse a los nuevos escenarios, siendo siempre caritativo y desprendido, aunque su economía no estuviera saneada. No está acreditado que fuera masón, aunque simpatizaba con ellos, al igual que con católicos y protestantes. Era, además, el perfecto anfitrión, siempre dispuesto a hospedar y agasajar de forma espléndida, con habituales banquetes que le granjeaban prestigio y popularidad, permitiéndole cerrar ventajosos negocios. Curiosamente, murió tras un banquete al que fue invitado, allá por el año 1818, en casa del marqués y ministro de Estado Carlos Fernando Martínez de Irujo.

En su anecdotario encontramos el episodio vivido en 1797 con un masón madeirense citado por el nombre de Ericeira, un personaje al parecer tímido y receloso que oculta libros prohibidos por la Inquisición y al que Sarmiento había dado refugió en su ruta de huida a EE.UU. Una noche, mientras cenaban, tocaron a la puerta tres o cuatro hombres vestidos completamente de negro. Según Rixo: “Subieron los extraños al comedor mostrando tener las más feas cataduras imaginables, rostros groseros, ojos rojizos y barbas aborrascadas, el cabello desaliñado y los que traían peluca tenían éstas tan mal puestas que antes parecían bisontes o toros mejicanos sus cabezas que de seres humanos; a lo cual se añadían las tocas, capas y demás atavíos negros. Preguntados por Sarmiento quiénes eran y qué se les ofrecía en que pudiera servirles, contestaron al hacer cierto alarde con una (de) sus largas varas negras: eran unos comisarios del Santo Oficio solicitando saber si allí asistía un tal don Fulano Ereceyra y examinar ciertos libros que ese señor había traído sin el pase de la Santa Inquisición”.

Haciendo un extraordinario alarde de poderío y autoridad, Sarmiento le dijo a los inquisidores que él respondía por Ereceira, de manera que ya hablarían otro día. El masón portugués no debió conciliar el sueño a pesar de la evidente vehemencia con la que nuestro protagonista había dado la cara por él. Sin embargo, a la mañana siguiente el asustado masón descubrió que los amenazantes inquisidores no eran otros que empleados de Sarmiento, que habían fingido su papel para gastarle una ingeniosa y pesada broma. Ofuscado y dolido, Ereceira dejó la casa de Sarmiento aquel mismo día. En la biografía elaborada por Rixo se nos narran otras anécdotas, como la del banquete en la que con buen humor le sacó una “pierna de pavo asada” a uno de sus comensales de entre los ropajes, o la ocasión en la que al cura de Santa Úrsula le escenificó una estrepitosa iniciación masónica que, además de incluir todo tipo de sustos, concluyó con el hundimiento de un piso de madera y el cura maldiciendo tanto a los masones como al demonio de Sarmiento.

JUAN DE FLAMAND, UN HOMBRE BUENO

Frente a la aventurera vida de Sarmiento, con la que un guionista tendría para varias temporadas en Netflix, encontramos la del lagunero Juan de Flamand, que quizá daría para una digna cinta de cine independiente y de autor. Se comprende la diferencia si tenemos en cuenta que, simplemente, fue un hombre bueno. Lo que sabemos se lo debemos al médico Francisco Martínez, amigo del susodicho que dejó en 1831 unas notas manuscritas sobre su piadosa vida, notas que nos tomamos la molestia de leer y transcribir. No hay nada impactante en la vida de Juan Larcín, como se llamaba realmente, para que sea recordado por los historiadores. La bondad del humilde casi nunca trasciende a la historia, de ahí que aquí, y sin que nadie nos lo pida, busquemos hacerle algo de justicia. Nació en el Flandes francés en 1753, de ahí su otro nombre, y murió el 24 de diciembre de 1830 en su hacienda de Geneto, en la que pasó buena parte de su vida.

Llegado a Tenerife con buena posición y abundantes bienes, se dedicó inicialmente al comercio en Santa Cruz, hasta que por motivos que desconocemos decidió comprar en Geneto y comenzar una vida de recogimiento y oración, más serena, y penitente. No sabemos cuál fue su revelación, su hierofanía, pero le transformó por completo. Repartió sus bienes convirtiéndose lo que daba la finca en su único sustento, tierras que él mismo cultivaba con las manos, sin aperos. En esas estaba cuando viajó a Roma, quizá con la liquidez que le quedaba o quién sabe si llevado o ayudado por alguien. La cuestión es que de ese viaje regresó con la bendición directa del papa y con una incombustible fe y entrega al prójimo.

Desde entonces, según su amigo y biógrafo, vistió con un humilde sayo, sin camisa, con un cilicio de hierro como segunda piel, descansando sobre tablas. Obviamente, sufrió el estigma del extraño, la marginación, burla y abuso de quienes le veían dócil, vulnerable… le insultaban y pegaban sin motivo, hurtándole lo poco que podía portar. Cabe pensar que eran cosas de bromistas y furtivos malhechores que lo asaltaban en los caminos, pero también le ocurría en las iglesias laguneras que frecuentaba, donde absorto en la oración era sacudido, golpeado e incluso pinchado.

Su bondad y caridad era conocida por todos, pareciendo vivir más tiempo en la oración que entre sus convecinos. A veces en la penumbra de los templos se le veía encendido, luminoso, quien sabe sí como prodigio. Se le veía peregrinaba de Geneto a San Diego del Monte, mortificándose al llegar con objetos de hierro, entre ellos una cruz con púas sobre la que descansaba su frente. Predijo su muerte y unos días antes se fue al monasterio de Las Catalinas a encomendarse en oración a Dios porque sus días, decía, eran ya cortos, algo que también transmitió a su viejo amigo y biógrafo. Juan fue un buen tipo.

MELCHOR DE SANTIAGO, AMIGO DEL DIABLO

Aunque me encantan las historias de milagros y prodigios conventuales, la curiosidad se me dispara cuando Satanás o cualquier otro integrante de su legión infernal entran a formar parte de tales episodios. No puedo evitarlo, deben ser los ecos de mis años de monaguillo, en los que las historias de ángeles y demonios me sacaban de la mundanal rutina. Conocemos muy pocos datos sobre Melchor de Santiago, y es una lástima, pues de él aseguraban, y él no lo negaba, que tenía trato frecuente con el demonio. Quizá en un futuro próximo pueda enriquecerse este episodio. En la Colección Butte del Museo Canario se custodia su proceso inquisitorial, datado en el último cuarto del siglo XVI en Lanzarote.

A Melchor, natural de Madeira y de 21 años cuando conoció los rigores de la justicia, lo prendió el vicario de la isla y lo puso en manos del obispo para ser gestionado por la Santa Inquisición. ¿Y qué hizo pensar a sus vecinos y conocidos que tenía al Diablo como aliado? Tal y como declararon algunos, Melchor de Santiago obraba ante ellos ciertos prodigios que el mismo atribuía a su trato con demonios. En una ocasión, tomando un alfiler entre los dedos, lo arrojó a una hoguera pidiendo a quienes le acompañaban que mirasen al cielo, momento en que se dibujaron sobre sus cabezas múltiples destellos y gran estruendo, a modo de tormenta. Llegaron a contar que con un alfiler había hundido en la distancia a un barco, o que algunas veces se le había visto lanzarse por barranqueras sin presentar daño alguno, cosa que, según parece, hacía a petición, y bajo la protección de los demonios. Desde luego, las peripecias parecen de lo más absurdas y los caprichos demoniacos, un tanto hilarantes. Melchor podía, si se le antojaba, atormentar a cualquier persona en la distancia provocando en la noche todo tipo de ruidos en la casa de su víctima, y no faltaron testimonios que hablaban de las moliendas que el propio Diablo y los suyos le daban al desdichado madeirense. De la lectura del expediente se deduce que lo tenían molido. Ante tantas evidencias y con la ayuda del pentotal sódico de la época, la Inquisición le arrancó una confesión, prescribiéndole como eficiente purgante demoniaco nada menos que 200 azotes. Por lo que sabemos, Melchor no requirió de otro ciclo en el tratamiento, es decir, que con lo recogido en la primera receta tuvo para sacar al Diablo de su cuerpo y resolver los tratos que poco antes afirmó mantener durante años.

Clemente Figuera. DA
Clemente Figuera. DA

CLEMENTE FIGUERA, EL TESLA CANARIO

La historia de Clemente Figuera y Ustáriz y su invento de una máquina generadora de electricidad a partir de la nada es, sencillamente, apasionante. Aunque no nació en Canarias, podemos referirnos a él como un canario de adopción al vivir y trabajar durante años por periodos alternos en Gran Canaria. De hecho, ideó y desarrolló el prototipo del invento que le aproximaría a Nikola Tesla en la isla. Tuvimos conocimiento del personaje gracias al divulgador científico Alejandro Polanco Masa. También estamos en deuda por llenar lagunas con nuestro amigo Luis Regueira, historiador del Museo Canario.

Parece ser que Figuera nació el 19 de diciembre de 1842, falleciendo en Barcelona el 2 de noviembre de 1908. Tuvo tres hijos y desarrolló su labor profesional como ingeniero de Montes en diferentes ciudades a partir del año 1865, como Toledo, Segovia, Salamanca, Granada, Málaga, Barcelona, Tenerife y Gran Canaria. Es en esta última donde se casó y dio clases de física y química en el Colegio San Agustín, donde promovió la instalación de la primera estación meteorológica de Las Palmas. Allí dio clases en periodos alternos entre 1877 y 1889, ejerciendo de ingeniero jefe de Montes del distrito de Tenerife en 1878 y también en la misma condición en el de Gran Canaria en 1880. En 1881 lo será de forma interina de toda Canarias, cargo que volvería a ocupar en 1898. Gracias a Regueira sabemos que desde 1877 era socio de la Rseap de Las Palmas, que se carteó con el Dr. Chil, que Arrecife le nombró hijo adoptivo o que donó al Museo Canario muchos de sus libros. Por tanto, le tenemos en Canarias entre 1877-1881, 1886-1888 y en el periodo 1898-1902, siendo esta tercera etapa en la que se desarrollaron los hechos que le dieron notoriedad.

Concretamente, en 1902 Clemente y su colega Peter Blasberg, ingeniero eléctrico alemán afincado en Gran Canaria, presentan cuatro patentes a la Oficina Española de Patentes y Marcas del que sería conocido como Generador Figuera-Blasberg, dispositivo que la prensa presentó erróneamente como un artilugio capaz de extraer energía de la atmósfera o de las nubes. Aquello generó un pasional debate entre defensores y detractores, en el que se desenvolvieron con exquisito gusto Figuera y Blasberg, aclarando que la clave no estaba en la atmósfera: “Declaramos que nos contentamos con recoger y convertir en corrientes eléctricas industriales las vibraciones de la materia, o del éter, o de ambas cosas juntas”.

Para agosto de 1902, ambos ingenieros viajaban vía Tenerife a la Península con un prototipo de su invento, una máquina con una potencia de 25cv cuyas piezas procedían de diferentes fabricantes para evitar que fuese copiada y de la que nada se supo jamás, al igual que tampoco se supo de los presumibles contratos con compañías eléctricas y bancos que mostraron su interés en participar del invento. El eco internacional propició que el propio Tesla tuviera conocimiento del asunto, comentándolo en su correspondencia privada con Robert U. Johnson, concluyendo que “las condiciones en el Pico de Tenerife son ideales para el éxito de los métodos que contemplo emplear para obtener un suministro constante de pequeñas cantidades de energía”.

¿Qué artilugio se fabricó en Canarias? ¿Llegó a funcionar? ¿Acaso se logró el sueño de una máquina de energía infinita silenciada que la industria silenció? Polanco nos aseguraba que pretendían “crear generadores de corriente eléctrica que se autoalimentaran, simulando de forma estática el movimiento de los campos magnéticos que se producen en un generador clásico”, algo que el mismo aclara que “en teoría es imposible, y que, además, cuando se ha intentado a partir de las patentes de Figuera, no se ha conseguido que funcione”. Quién sabe, tal vez en algún viejo almacén de Canarias repose olvidada una máquina capaz de hacer hincar la rodilla a quienes, a través del control de la energía, controlan nuestra vida.

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