en la frontera

Ideas, modernidad y centro

En un mundo dominado por el pensamiento bipolar, maniqueo y cainita, por el pensamiento ideologizado, pareciera que todo es cosa de afirmaciones y de negaciones, sin lugar para los matices y para el pensamiento crítico. Sin embargo, precisamos que la realidad se enriquezca con la aportación de ideas y opiniones libres que representen la pluralidad del espacio público, en modo alguno compuesto por dos solas posiciones. Es decir, cada vez es más urgente que se puedan expresar las diferentes opiniones e ideas que en la sociedad existen sobre los temas más diversos con respeto en un ambiente de difusión y protección del pluralismo.

Probablemente sea una simplificación afirmar que el pensamiento ideológico es el propio de la modernidad, pero puede servirnos para ilustrar lo que pretendo transmitir. La crisis de la modernidad de la que es testigo el tiempo presente, manifestada en las más variopintas circunstancias contemporáneas, es también una crisis de pensamiento, que no podrá encontrar salida adecuada ni por la vía de una reafirmación ideológica ni por la vía de un edulcorado escepticismo global que en todo caso sería el certificado de defunción de todo progreso político. La superación de la crisis de la modernidad no parece que pueda venir por la vía de una reinstauración de la modernidad, sino más bien por la de una superación que ha de pasar necesariamente por una profunda reinterpretación del pensamiento, y en concreto también del pensamiento político. Pero superar la modernidad no puede significar rechazarla. Significa rechazar lo que de la modernidad se ha mostrado insuficiente, estrecho, caduco, reductor. Si es verdad que nunca posiblemente se han producido barbaries mayores que las ahijadas por la modernidad, es también incontestable que la modernidad ha enriquecido como pocas épocas históricas conceptos tan trascendentales como democracia, libertad, derecho, dignidad humana, justicia, igualdad, etc., etc.

La modernidad, en cierta medida, ha estado demasiado pendiente de los corsés impuestos por las ideologías, que, por poner un ejemplo, solo podían entender libertad como libertad para la clase universal proletaria, libertad para el individuo solo o libertad para la nación, según partiéramos de principios socialistas, liberales o nacionalistas. Hoy, por lo que se observa, precisamos más pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario. Casi nada. Situarse en el espacio de centro significa, entre otras cosas, reconsiderar y redefinir todos los conceptos básicos, metapolíticos, sobre los que se asienta la vida política. La doctrina que así se produce no es, sin más, una elaboración genérica sobre los valores en que se asienta la democracia, sino que se muestra cargada de un nuevo sentido que posibilita la regeneración democrática a la que toda la gente de buen sentido aspira, y que la sociedad emergente reivindica.

Es ahí donde debe encontrarse el consenso básico que posibilita nuevos avances y nuevas conquistas para la vida política. Y el elemento básico de ese consenso está en la dignidad del hombre y de la mujer concretos. La afirmación de la dignidad humana es el hallazgo más trascendental de la modernidad. No me estoy refiriendo a exposiciones retóricas, sino, por ejemplo, a cuestiones tan concretas como el repudio y condena de la tortura, precisamente cuando en nombre de las ideologías estuvo en tantas ocasiones justificada como procedimiento social o político de dominio.

Esta es una de las grandes paradojas de la modernidad que, por ejemplo, sigue presente en algunas latitudes que de una manera o de otra siguen con la cantinela de un progresismo o de un liberalismo que está dando sus último coletazos ante la soprendente insensibilidad de la comunidad internacional.

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