La Constitución de 1978 cumple 41 años cuando recién se inicia la Legislatura, plagada de incertidumbres, con un Gobierno en funciones -una mujer para dos carteras, Asuntos Exteriores y Defensa, casi nada-, con decisiones de instancias judiciales europeas que acentúan las dudas sobre el porvenir inmediato en el contencioso catalán, con intrincadas negociaciones políticas en busca de la gobernabilidad y de la estabilidad, con reformas del modelo de convivencia pendientes, con presupuestos públicos de casi todas las administraciones públicas en el aire y con demandas sociales de envergadura, empezando por la actualización de las pensiones.
El aniversario, por tanto, tiene muchos signos de interrogación sobre la imaginaria tarta de celebración. Ya las había el año pasado y pareciera que han puesto más ahora para hacer fruncir el ceño, incluso a los más motivados o a los que se inmutan pese a todos los imponderables. Esta sensación de crisis permanente, en la que no se vislumbran las alternativas, es territorio abonado para los escépticos y los que apenas necesitan unas dosis para sugerir un nuevo proceso constituyente. Una Carta Magna concebida en 1978 seguro que contiene a estas alturas aspectos (y hasta preceptos) ya desbordados. Pero, tal como están las cosas actualmente, quién pone el cascabel a un proceso complejo intrincado cuyo marco de integración territorial origina ahora mismo el más serio de los desencuentros por no hablar de grave discordia.
El magistrado del Tribunal Supremo, Nicolás Maurandi Guillén, ofrece en uno de sus trabajos periodísticos una doble interpretación de lo que representa el problema de la aspiración independentista que tanto desasoiego despierta. Por un lado, se remite al concepto de nación dimanante de la Revolución Francesa, que considera aquella como “instrumento de democracia, que es sinónimo de colectividad igualitaria, solidaria, universalista y no excluyente, en el que dicho vocablo designa a la totalidad de los miembros de esa colectividad como titulares únicos de la soberanía que configura el Estado”. Un segundo concepto identititario de nación, según su parecer, “está asentado sobre la autoconvicción de un grupo de poseer unos rasgos históricos y culturales singulares y encarnar, por ello, una colectividad diferenciada que merece un tratamiento específico de esa identidad”. El citado magistrado entiende que la vigente Consitución acoge, en distintos preceptos, el primero de los dos conceptos anteriores, “pues la nación se identifica con la totalidad del pueblo español, titular único de la soberanía política que fundamenta el Estado”, lo que pone de relieve el objetivo de los padres de la Constitución: “Agrupar en un proyecto común de vida solidaria a todos los territorios de España”, según palabras de Maurandi. Pero ello no impide que se aborde un texto perfectible. La Carta Magna reconoce que su reforma forma parte de su esencia jurídica. Pero eso exige talante, una visión generosa y una altura de miras política, si nos apuran, muy superior a la del proceso de la Transición política de la segunda mitad de la década de los 70 del pasado siglo.
No se dan las circunstancias. O los políticos de ahora no tienen ni la ecuanimidad ni la generosidad de los de entonces. Ni la visión de futuro. Así las cosas, con los niveles de exigencia y radicalidad que se registran, será difícil emprender un proceso de revisión o reforma. Hablan de diálogo y más diálogo y todavía no han confeccionado un orden del día. Agradezcamos, en cualquier caso, haber encendido 41 velas.