en el camino de la historia

La verdad en la política, por Juan Jesús Ayala

Estamos en tiempos, y se había caído en el olvido, donde la verdad y la política transitan por caminos divergentes, dándose prevalencia no a la ética de la responsabilidad weberiana, sino aquella que se dirija a la tenencia del poder a cualquier precio. Lo que motiva que en ocasiones se mantengan unos determinados principios y propuestas que inmediatamente lo que fue considerado como irrenunciable se torna amigable, displicente y camino de la post verdad, asentándose como si fuera la verdad absoluta.

No haría falta recurrir a Maquiavelo que desde su diálogo en el infierno con Montesquieu, relatado alegóricamente por Maurice Joly, donde nos escenifica que la política es inseparable de la mentira, lo que es refrendado por filósofos de la talla de Kant que no le duelen prendas al manifestar que existe el derecho a mentir por razones filantrópicas.

Hannah Arendt reconoce que “la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable, no solo del oficio del político y del demagogo, sino también del oficio del hombre de Estado”, llegando a opinar que habría que establecer “sedes para la verdad”
determinante que la verdad muchas veces se encoge, se difumina dando cabida a la mentira, que suministrada de manera convincente y con gran aspaviento llega a construir un nuevo argumento decisivo, que desde la perplejidad se acepta por muchos como lo deseable. Pero lo paradójico es que se aplaude no solo por los corifeos que así lo entienden, sino que los que pasan por allí también se atreven a aceptar la gran mentira como la única verdad.

Ante eso se ha instalado en la sociedad, y más dentro del ámbito político, una retórica que se expande introduciéndose por cualquier recoveco donde exista manejo cerebral que condiciona voluntades y hasta la toma de decisiones de alto calado se minimizan, bien por carencia de talla intelectual o por el aplauso bobalicón, debido a la ausencia de crítica, que muchas veces ni interesa saber donde está la trampa y el cartón, con lo que todo es asumido como lo único que hay y dispuestos a comulgar con cualquier piedra de molino sin atenerse a valorar las consecuencias del todo vale. Se diría que existe una atracción fatal entre la política y el lenguaje, donde el lenguaje hace de hilo conductor de la política, lo que motiva la presencia de una irracionalidad hermenéutica permanente.

La verdad y la mentira han generado debates desde los viejos tiempos, aun si queremos nos podremos remontar hasta la reseña que hace Platón en el mito de la caverna, “si el filósofo intentara liberar a sus conciudadanos de la falsedad y la ilusión en que se encuentran, lo matarían si estuviera a su alcance de hacerlo”.

O sea, que nos encontramos atrapados en esta telaraña en que se ha convertido la política, como seres indefensos sometidos a las diferencias de criterios que un día nos hace mantener una opinión desde un juicio lógico y racional y al siguiente se asoma a nuestro ánimo el derrumbe de toda lógica y de cualquier razonamiento dado que su vida es efímera, como si antes de nacer ya casi se muriera.

Decía el filósofo estadounidense Stanley Cavel, en esta feria de la confusión que nos jibaraza la opinión y nos deja fuera de un contexto político, que una vez le preguntó a un transeúnte: “Sé en qué callé estoy, pero ¿podría decirme la ciudad?”. Frase que nos alumbra perfectamente la situación actual.

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